Pedro Costa (Lisboa, 1959) lleva desde su segundo filme –Historia de lava (1994)– narrando una historia alternativa y profundamente melancólica de Portugal a través de las vivencias de la comunidad de Cabo Verde que poblaba el hoy demolido barrio lisboeta de Fontainhas. A lo largo de los años, en películas como El cuarto de Vanda (2000), Juventud en marcha (2006) o Vitalina Varela (2019), ha consolidado una estética que emana de la dignidad de los humildes personajes que retrata (siempre interpretados por actores naturales) y que ahonda en el tenebrismo y el claroscuro utilizando cámaras digitales sencillas, con equipos muy reducidos que se involucran en los proyectos durante años.

Pero antes de emprender ese personalísimo camino, recién licenciado en la Escuela Superior de Teatro y Cine de Lisboa, y tras sumergirse durante años en el cine de Fritz Lang, Kenji Mizoguchi, Robert Bresson, Jacques Tourneur o Nicholas Ray, estrenó La sangre (1989), filme inédito en España que ahora trae a las salas la distribuidora Atalante. Todo un acontecimiento que nos permite imaginar otro destino –seguro más convencional, no sabemos si menos brillante– para el director si un buen día no se hubiera quedado dormido en un autobús para despertar en el barrio de Fontainhas que acabaría siendo el escenario clave de su filmografía.

La sangre se podría definir, con todas las precauciones posibles, como un trabajo académico en el que el director se muestra abierto a la experimentación en aspectos como la historia, la posición de la cámara o la banda sonora (de hecho, en las películas posteriores de Costa toda la música es diegética). Así, nos encontramos con una narrativa elíptica y fraccionada en la que los acontecimientos clave muchas veces se hurtan al espectador, ante un contrastado blanco y negro que incide en el poder expresivo de las imágenes con texturas brillantes y líquidas, ante una potente gramática del rostro humano rodado de manera frontal, ante escenas planificadas de manera impactante…

Nos encontramos con una narrativa elíptica y fraccionada en la que los acontecimientos clave muchas veces se hurtan al espectador

La película aborda la historia de dos hermanos, Vicente (Pedro Hestnes), de 17 años, y Nuno (Nuno Ferreira), de 10, que deben enfrentar la desaparición de su padre, sobrevivir en unas condiciones ruinosas y hacer frente a las deudas heredadas. Para ello solo cuentan con la ayuda de Clara (Inês de Medeiros), la novia de Vicente. Pero, por encima de la historia, y los lacónicos personajes, se encuentran las espectrales y poéticas imágenes: una vista de cuento de hadas de un bosque de árboles raquíticos, unos fuegos artificiales estallando contra un hotel fantasmal o una prometedora Lisboa apareciendo al levantar una persiana.

Sin embargo, ya está aquí uno de los principales intereses de Pedro Costa, el retrato de unos personajes perdidos en una tierra sin futuro. Quizá por ello, el comienzo del filme sea revelador: un guantazo propinado a Vicente por su padre, una metáfora del futuro que aguardaba a la vuelta de la esquina.