Mientras me estaba recuperando del impacto de la noticia del fallecimiento de mi padre, Carlos Saura, caí en la cuenta de que comenzaría la glosa de su memoria en la prensa. Sabía que se escribiría mucho y bien de él –aguardaba con curiosidad lo que dirían los que siempre le atacaron-, pero había una realidad de su vida que me temía que quedara en el olvido si nadie la rescataba, porque pertenecía a una intimidad que pocos conocían, y nadie en su totalidad. Éramos apenas dos personas quienes podíamos dar fe de ella, mi hermano mayor, Carlos, y yo mismo, los únicos que lo habíamos vivido en primera persona: la relevancia de cinco grandes mujeres en la vida de mi padre.
Adela Medrano, formación y búsquedas
Mi padre era aún era estudiante de la escuela de cine, y pronto sería profesor, cuando conoció a Adela Medrano, mi madre. Iniciaba una carrera que sería similar a la de mi madre, más adelante y ya divorciada, cuando fue al tiempo estudiante de Ciencias de la Información y profesora. Adela fue a Madrid desde su Barcelona natal, ya que en la capital estaba entonces la única facultad de periodismo. Combinando esa carrera con estudios de Derecho, se hizo amiga de Matilde Francoy, prima de los Saura y más tarde esposa de Juan Julio Baena.
Entre quedadas y bailes de juventud, y muchas conversaciones, surgió un apasionado romance que terminó en nupcias. En el viaje de bodas, con un modesto dinerito que les regaló mi abuelo Antonio Saura, se alquilaron en París un cuarto de esos cochambrosos con baño en un “hotel de chambre” frente a la Cinemateca. Según ellos se pasaron viendo cine todo el tiempo. Mi madre, además, como hablaba francés, traduciendo. Me imagino que no sería todo el tiempo porque nueve meses después nacía mi hermano Carlos.
Mi madre periodista fue el mejor sparring que pudo tener mi padre para avanzar ideas: juntos acudían a las tertulias madrileñas con los Jesús Fernández Santos, Mario Camus, Ignacio y Josefina Aldecoa, Ramon Masats y Montse Santamaria, mi tío Antonio Saura y algunos más de los emergentes escritores, fotógrafos, poetas y pintores del momento; juntos escribieron el guion de Cuenca (1958), que ella no firmó porque en aquella España, las mujeres no firmaban sus colaboraciones.
Fueron tiempos de carencias económicas, de formación y búsquedas. Mi madre encontró un trabajo de secretaria bilingüe, y cuidaba de mi hermano, mientras mi padre escribía Los golfos (1960) con Daniel Sueiro y la casa se convertía en centro de reuniones de artistas cubanos como Tomas Gutiérrez Alea o Servando Cabrera Moreno. Los golfos fue un relativo éxito, juntos fueron de festivales, nací yo, mi padre consiguió otro contrato para dirigir y, por fin, hubo cierta estabilidad económica. Pero la siguiente película que habían preparado con tanto cariño (Llanto por un bandido, 1964) fue un desastre, y la distancia del rodaje y el ulterior montaje en Italia debilitaron a la pareja. Era evidente que mi padre comenzaba a volar solo, mientras mi madre cuidaba de dos niños pequeños en casa.
[Carlos Saura, la quintaesencia de lo español, por Jaime Rosales]
Las estrecheces regresaron, mi padre se encerró a pensar y escribir, y el dinero volvió a traerlo mi madre, dejándonos a nosotros al cuidado de maravillosas asistentas. Mi padre conoció a Elías Querejeta, mi abuelo le hizo el regalo de la mitad del coste de la película y se produjo La caza (1966). En condiciones precarias y bajo un sol inclemente en un secarral de Toledo, de ese rodaje es mi primer recuerdo de cine, con 4 años, el horror del calor y ese señor barbudo y sudoroso que decía ser mi padre y al que yo no creía porque mi papá adorado no tenía barba y no sudaba.
La caza viajó a Berlín, mi madre se quedó en casa, embarazada de una niña, que perdió, y en Berlín a mi padre le presentarían a Geraldine Chaplin, joven estrella internacional, reciente coprotagonista de Doctor Zhivago (1965).
Aquello fue puro fuego. Geraldine había instalado en Madrid su casa, lo que hacía posible que la distancia no fuera obstáculo, y ambos jóvenes, en la cresta de la ola, se buscaron y se encontraron. Ambos tenían relaciones. En España - y en toda la Europa católica de la época- , los hombres mantenían las mujeres y paseaban a las amantes. Desde luego no se separaban. Pero mi madre eso no lo permitió. Geraldine se retiró prudentemente a Nueva York para actuar en la que ha sido su única actuación teatral, haciendo de Alexandra en La loba, de Lillian Hellman.
Mi padre había ya escrito Peppermint frappé (1967) con Rafael Azcona, remotamente inspirada en La tía Tula, y donde es obvio que aflora su pasión por dos mujeres. Elías Querejeta, que fue sabio productor, vio la oportunidad que se abría con el romance de mi padre y le animó a viajar a Nueva York para convencer a Geraldine de que fuera la protagonista de su película. Y ahí terminó la historia con mi madre.
Cuando mi madre me legó la biblioteca que había compartido con mi padre, resultaba evidente por los libros que firmaban cada cual, quién había sido la erudita y quién la esponja: los libros de mi madre, de teoría de la comunicación; los de mi padre, de fotografía. Tras alguna vicisitud, mi madre y mi padre convinieron que lo mejor para los dos hijos era vivir con mi padre y Geraldine. Y Geraldine, a sus 23 años, tuvo la generosidad de acoger a dos pequeños monstruitos en su corazón y en su casa.
Geraldine Chaplin, la influencia intelectual
José Luis López Vázquez contaba como anécdota que, cuando le dijeron que Geraldine iba a hacer los dos personajes de la enfermera y de la mujer de su amigo en Peppermint frappé, a su inseguridad frente al primer gran papel dramático de su vida, se unió la petición de Elías de rodar la película en inglés. Me ha contado Geraldine que en el primer ensayo, al intentar leer los diálogos del guion traducido, fue tal el despropósito que todos prorrumpieron en risas, y ahí acabó el primer y único intento de mi padre de rodar una película en inglés: Geraldine hablaba algo de español, y se decidió que, en uno de los dos papeles, fuera extranjera y que en el otro se la doblaría.
En la redacción de la última versión del guion se nota la presencia intelectual de la Gerarda, como le gustaba a Geraldine que la llamaran. Ella propició el encuentro entre mi padre y Charles Chaplin y su fascinación por Oona Chaplin, la madre de Geraldine. Mi padre inmediatamente incorporó a la película una foto de ella de niña, con un vestido blanco, para crear la imagen, ya emblemática, de Geraldine, en camisón blanco, redoblando un tambor en homenaje a Calanda.
En las dos siguientes películas se percibe aún más la influencia de las curiosidades intelectuales de Geraldine en el cine de Saura, siendo aquellos tiempos de enorme actividad creativa de ambos. Geraldine se había educado en los mejores colegios suizos y atesoraba una enorme cultura. Ella le descubre a compositores como Henry Purcell, viajan juntos por el mundo, y a mi padre se le abren las puertas del universo anglosajón, donde Geraldine es una estrella.
Se abren nuevos horizontes para el creador indómito, amén de una estabilidad económica que nunca había tenido. Y nacen películas de reflexión sobre la pareja como Stress-es tres-tres (1968) o La madriguera (1969), que firman ambos. Geraldine está presente, con derecho más que ganado, en las reuniones de mi padre con el guionista Rafael Azcona.
El cine de mi padre se vuelve intelectual, curioso, afloran sus primeras obsesiones, descubre que las historias pueden ser contadas de otra manera: es un tiempo de lecturas y descubrimientos. Geraldine y mi padre ven mucho cine, ella le traduce del francés y del inglés, idiomas que dominaba. Recuerdo a Geraldine leyéndole a mi padre párrafos de libros en inglés que ella pensaba le ayudarían. Y ella se volcó en su faceta de actriz en aquellas primeras películas.
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De pronto, tras La madriguera, aún no sé cómo ni porqué, ambos se dan un respiro y mi padre da un giro hacia otro tipo de historias. Saura regresa a temas más españoles, toca indirectamente la Guerra Civil y se sumerge en su exploración de los laberintos de la memoria. Geraldine protagoniza Ana y los lobos (1972), pero aparece solo de extra en la secuencia del Himno de Riego de El jardín de las delicias (1970); en La prima Angélica (1974), ni eso. ¿A qué se debió el giro?, ¿que lo propició? ¿viaje intelectual personal o deterioro de la relación? No lo sé. Es evidente que ambos tuvieron historias fuera de la pareja, como contó Geraldine en un programa de televisión hace no tanto. Al final, “la relación era una colección de cuernos”.
Lo que sí recuerdo es que, en algunos viajes era ella la que retornaba para salvar la pareja; en otros, era el quien visitaba los sets de rodaje para estar con ella. Para nosotros, los dos hermanos, fue un periodo maravilloso, pues nos llevaron a todos los rodajes, sobre todo recuerdo los de Robert Altman.
Y aun así, todavía pareja, hacen tres magnificas películas: Cría cuervos (1976), Elisa, vida mía (1977) -en la que ella casi se escribió su papel-, y Mamá cumple cien años (1979), su última colaboración.
¿Pudo ser que fuera el nacimiento de mi hermano Shane lo que les pudo distanciar? Lo cierto es que mi padre ya no viviría con Shane desde sus cuatro o cinco años, lo que no quiere decir que no estuvieran próximos toda su vida. Shane ha mantenido una íntima relación con todos sus hermanos más jóvenes, los hijos de Mercedes, de los que luego hablaré, y, por supuesto, con los dos mayores, que le acogimos para quererle toda la vida y así seguimos admirando al que creemos es el verdadero gran cerebro de la familia, ahora director del área de asistencia psicológica a los alumnos de Carnegie Mellon University.
Mercedes Pérez, la fuerza y el campo
Mercedes llega muy joven a la vida de mi padre. Él ya tiene más de 40 años, y está claro que la relación con Geraldine le ha dejado exhausto personal e intelectualmente. Además, es el momento en el que Geraldine, gracias a sus películas con Robert Altman y luego Alan Rudolph, entra con fuerza en el mercado americano, obteniendo nominaciones a los Globos de Oro y convirtiéndose en actriz de referencia: largos periodos de separación, y un evidente divorcio personal de la amistad con Elías Querejeta por unos temas económicos. El trío inseparable Saura-Querejeta-Gerarda salta por los aires. Mi padre encuentra otra fuerza en Mercedes, y me imagino que también le surge el Pigmalión que llevaba dentro y que no se había podido manifestar con mi madre o con Geraldine.
Mercedes lo debió de pasar mal los primeros años. El círculo de amistades de mi padre no entendía que una unión tan fértil, brillante y poderosa como la pareja con Geraldine, fuera remplazada por esa mujer joven, curiosa, bondadosa y algo ingenua. La ingenuidad se le quitó pronto y salió su fuerza, que la tiene. Mercedes se aferró a mi padre y a su inteligencia y juntos se pusieron a construir algo nuevo y diferente.
Hubo un tiempo en que pensé que fue Mercedes quien arrastró a mi padre al campo, lejos del centro de Madrid que tanto le gustaba a él como decorado para sus fotografías, para separarle de sus amigos y, por qué no decirlo, de sus tres hijos. Con el tiempo me he dado cuenta de que no, ella apoyó esa decisión, pero fue mi padre quien se quiso alejar. Necesitaba otro espacio para buscar una nueva voz que pronto encontró con nuevos productores: aun así, meses antes, se despediría de Elías -todavía harían juntos Dulces horas (1982)- con la maravillosa Deprisa, deprisa (1981), que había desarrollado en un tiempo de soledad, cuando se va de la casa de Geraldine y, por primera vez en muchos años crea la suya.
Francis Querejeta, hermano del productor, le presenta a unos chicos que ha conocido para un documental de los barrios de Madrid, y mi padre, que está redescubriendo la novela negra en las nuevas traducciones que de Chandler, Hammett y Ross McDonald -me atribuyo el ligero mérito de ser su “camello” de cada nuevo libro que salía en castellano-, integra en ese género las situaciones e historias que le cuentan los amigos de Francis, jóvenes delincuentes de la periferia, sobre cómo roban coches o asaltan joyerías y con ellas escribe su película más 'noir' que dirían los franceses.
Y ahí llega el productor Emiliano Piedra, y es Mercedes la que negocia con él Bodas de sangre (1981). Mi padre empieza a ganar dinero de verdad, Mercedes lo hace crecer mientras ella misma desarrolla una frenética actividad artística, pintando unos cuadros naifs de talento. Mi padre se aleja aún más de Madrid y fijan su residencia en Collado Mediano, la que ha sido la casa de su vida y donde falleció. Viajan a México para dirigir Antonieta (1982), un fracaso, pero inmediatamente después, también con Emiliano, mi padre dirige Carmen (1983).
Mercedes le aporta algo que no conocía, no es una intelectual como mi madre o Geraldine, pero es otra cosa para él, es la verdad del pueblo, anclada en sus raíces: sus padres, trabajadores, se han hecho a sí mismos, y esa fuerza que ella transmite contagia a mi padre que comienza a mirar a la gente de otra manera. Ya Deprisa, deprisa, y desde luego la trilogía flamenca, son pasionales, más de gente española, cine no de intelectuales que reflexionan, sino cine de sudor, de esfuerzo, de trabajo donde se busca la excelencia. Por supuesto, es el tiempo de Gades y su gran amistad, pero no hubiera sido posible sin Mercedes, de eso estoy convencido.
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Y, casi sin pausa, entra en la vida de mi padre Andrés Vicente Gómez, que sueña con hacer un cine grande, de grandes producciones que aúnen el talento creativo con el espectáculo. Mi padre entra en ese juego y Mercedes le sigue, aunque cada vez tenga que ocuparse más de los tres hijos que van naciendo en sucesión, Manuel, Adrián y Diego, que crecen entre las cámaras de mi padre, la pintura de su madre y su paralelo amor al campo: ¡mi padre, de repente, está criando gallinas! Por razones que se me escapan, todo ha conducido a mis hermanos a especializarse en las nuevas tecnologías digitales y los videojuegos.
Está claro que Saura se ha alejado ya del cine personal, de indagación en los conflictos de pareja, las obsesiones del sexo y esas cosas. Cuando lo intenta no funciona: Los zancos (1984) es un buen ejemplo. En cambio, descubre su pasión por los personajes históricos. Mercedes le está dando su tiempo y mi padre por fin puede indagar y explorar: surgen El Dorado (1988) sobre Lope de Aguirre, y La noche oscura (1989), sobre san Juan de la Cruz. De ahí, a la más popular de sus obras: Ay, Carmela (1990).
Son doce años de triunfo tras triunfo. Carmen ha convertido a mi padre en uno de los más reconocidos directores del mundo: aquel año, junto a Fanny y Alexander (1982), de Ingmar Bergman, se reparten todos los premios mundiales; con Ay, Carmela, Saura demuestra que puede hacer un cine popular. Se obsesiona con hacer una gran película sobre la Guerra Civil, inspirada en la vida de la familia de Ramon J. Sender (¡Esa luz!), pero eso nunca ocurrirá.
Se han sucedido nominaciones a los Óscar, premios en muchísimos festivales, el comienzo de los honoris causa… Saura es una celebridad, y su mujer queda cada vez más eclipsada. Llega el final de la pareja: la reclusión de mi padre en su propio mundo, la diferencia de edad, la necesidad de Mercedes de “encontrarse a sí misma” (mi madre también pudo “ser ella misma” tras la separación)… separan sus caminos. Mercedes le había organizado su vida, ahora mi padre tendría que espabilarse de nuevo.
Eulalia Ramón, valiente y cómplice
Eulalia llega a su vida cuando peor está mi padre. Yo también vivía una separación traumática y hablábamos de cómo lidiar con el dolor del corazón roto. Nunca le agradeceré suficiente una de las mejores charlas de mi vida con él, en el restaurante El Charolés de San Lorenzo de El Escorial: un magnífico cocido para consolarme del final de mi relación de pareja y hablar de su dolor y soledad: porque mi padre, que necesitaba la soledad para trabajar, no sabía estar solo. Una más de las muchas paradojas de su vida.
A Lali la conoce en un rodaje. Es una mujer de armas tomar, valiente, le gusta mucho lo que hace y sale también de una relación complicada. Se encuentran. Él tiene ya más de 60 años, ella apenas ha cumplido los 30. Si se puede decir que Eulalia le devuelve la juventud, creo que no andaríamos desencaminados. Eulalia no es mujer de quedarse en casa y coser calcetines, es una mujer curiosa en continua búsqueda: ama su tierra y arrastra de nuevo mi padre a Cataluña, que había dejado de frecuentar desde la separación de mi madre, también catalana, de Barcelona.
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Empiezan a llegar nuevos productores a la vida de mi padre: repite con Andrés Vicente Gómez -Goya en Burdeos (1999) y El séptimo día (2004), en las que dirige a Eulalia-, pero han aparecido los Castro, cambian los temas, la búsqueda temática se va especializando. Vuelve a lo autobiográfico en su última gran película personal, Pajarico (1997), ya está tocando otros palos, y nunca mejor dicho porque aparece Juan Lebrón quien le inspira a crear un nuevo género musical.
En el mismo estilo de Sevillanas (1992) y Flamenco (1995), sus hijos le producimos cinco películas, o bien yo, con mi socio de entonces José Velasco, o mi hermano Carlos, que había ido pasando de utillero a ayudante de dirección durante muchos años, y de ahí a line producer, y luego a productor y montador del gran homenaje de mi padre a su tierra: Jota (2016). Yo soy, en cambio, quien le lleva a otros países, y le produzco Fados (2007), sobre la música portuguesa, y Zonda (2015), sobre el folclore argentino, aunque lo primero que hago con él sea más nacional y nace de rodar un ballet que ya está en marcha: Salomé (2002), con la gran Aída Gómez.
Esa época de la relación entre mi padre y Eulalia es la que menos conozco. Mi vida profesional y personal me hace concentrarme en lo mío, así que ignoro hasta qué punto Eulalia colabora en estas películas, pues en las musicales que le produje la relación fue muy directa con él. Pero tengo la sensación de que esa búsqueda de lo preciso, el minimalismo con que afrontaba sus proyectos, debe de beber mucho de conversaciones sobre fotografía y música con Eulalia, que también es fotógrafa y directora. Sí me consta, en cambio, su contribución -y lo que ha participado bien como actriz, bien en los desarrollos- en el teatro, pues tuve el privilegio, gracias a Natalio Grueso, de producir a mi padre su adaptación de El gran teatro del mundo, de Calderón de la Barca.
Eulalia fue, no solo actriz, sino consejera, aportando su vasto y muy valioso conocimiento del mundo de la escena. Fueron 30 años intensos los que vivieron juntos: gracias a ella se ha comenzado a sistematizar la obra de mi padre, por ejemplo, apoyando la realización de hermosísimas exposiciones como la muy reciente en el Centro Fernán Gómez de Madrid, Carlos Saura y la danza. Y no debía de ser fácil convivir con él, cada vez más recluido cuando podía en su casa, y más obsesionado con los mismos temas a los que les iba sacando continua punta.
Lali había dado a luz muy pronto a la que, por seguir con el mal juego de palabras, ha sido la luz de mi padre en estos últimos años, mi hermana Anna.
Anna Saura, presente y futuro
Lo de Anna es un milagro. Desde niña viajando con mi padre, aun así saca notazas en el colegio y en la universidad. Desde muy joven se interesa por la fotografía, es madre de dos hijos, le produce a mi padre sus cortos más hermosos -Rosa Rosae (2021), Goya 3 de mayo (2021)...-, y ha sido su agente durante los últimos diez años. Implacable: ¡me tocó negociar con ella algún contrato con mi padre, y llegué a añorar mis negociaciones con mi querido y durísimo Jesús Ciordia, su anterior agente! El problema con Anna es que no es posible no quererla: es inteligente, culta, trabajadora y bellísima. Para mí, superwoman. Será una de las grandes figuras del cine español de los próximos años.
Antonio Saura Medrano (Madrid, 1960) es director de la agencia de ventas internacionales Latido Films. Como productor, ha producido una veintena de películas de ficción y no ficción. Su último filme, el documental Goya, el ojo que escucha, de José Luis López-Linares, se proyectó en 2022 fuera de concurso en el Festival de Cannes (Cannes Classics).