Elena Trapé lleva las incertidumbres de la separación a Málaga con la contundente 'Els encantats'
Efthymia Zymvragaki presenta en la Sección Oficial de documentales 'Ara la llum cau vertical', un delicado, humanista y sobrecogedor trabajo sobre el maltrato
14 marzo, 2023 11:22Irene (Laia Costa) mete a su hija en el coche familiar. Su marido va a llevársela. La cámara traza un giro de 360 grados desde el interior del vehículo mientras este se aleja y la madre se va haciendo más y más pequeña. Con esa secuencia inicial, rematada por un violento corte de montaje que nos lanza sobre el rostro de la protagonista, Elena Trapé marca las pautas que ordenarán su tercer largometraje.
La primera, la idea del bucle, representada por ese movimiento circular que la cineasta recupera en otra secuencia decisiva (la del regreso impremeditado de Irene al hogar familiar cuando ya se disponía a regresar a la ciudad) y apuntalada por la delicada banda sonora original compuesta por Anna Andreu. La segunda, la de la ruptura, evidenciada por esa marca cincelada desde la edición, consecuencia fílmica del proceso de separación que vive Irene y que la lleva a desprenderse de su hija por primera vez en su vida.
El final de esa relación de pareja desemboca en el traslado a un piso nuevo en el que habrá de fabricar una memoria inédita. La incomodidad que le genera la falta de pertenencia será la causa de una breve escapada a la antigua casa familiar, situada en un minúsculo pueblo de la Vall Fosca al que Irene regresa tratando de reencontrarse consigo misma (el bucle, ¿recuerdan?).
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Sucede que ni los rituales convocados para resucitar la felicidad en aquellos espacios que fueron propicios en los tiempos de la primerísima juventud, ni los intentos por consolidar una apresurada renovación sentimental en forma de una nueva pareja que mitigue esa soledad y ese desamparo que estallan tras dar por concluido un proyecto vital que se presumía eterno; ni siquiera el interesado y supuestamente vivificante acoplamiento a los usos y costumbres de las nuevas generaciones, materializadas en el cuerpo de la joven vecina de Irene y su pareja de amigos, servirán para alinear la brújula del ánimo.
La película de Elena Trapé es una olla a presión diseñada por un ingeniero amante del minimalismo. Ninguno de los conflictos que tensionan la película es tratado con grandilocuencia, lo mismo da que el nuevo ligue de Irene caiga enfermo por una gastroenteritis (magnífico Daniel Pérez Prada), que su vecina veinteañera a la que no ve desde hace años tenga miedo de que su cáncer vuelva tras haberlo superado, o que su madre insista en reforzar unos vínculos a los que ella no puede atender: Els encantants también es una tratado sobre alguien que descubre que se parece a su madre más de lo que le gustaría.
No hay más, ni menos, que una sucesión de pequeños detalles que también se trasladan a una puesta en escena de tempo pausado y planos de larga duración que envuelven un paisaje tan hermoso como abrumador que, por una vez, no anuncia ningún regreso al Edén ni se nos presenta en clave redentora.
Los suaves travellings hacía adelante que ahogan el espacio, los incisivos reencuadres o esas tomas que parecen extraídas de una película de terror existencial (ella enrejada por la barandilla de las escaleras; ese baño final en el lago que se intuía como purificador y que no puede ser más claustrofóbico) remiten a una situación de bloqueo que estalla en una conversación telefónica final en la que la protagonista se rompe (Laia Costa va a necesitar alquilar un guardamuebles para almacenar más premios).
Quizá sorprenda ese desenlace un tanto explicativo en una película tan sutil, pero, al menos para quien esto firma, ponerle nombre a las cosas por primera vez es la espita por la que Irene inicia el proceso de liberación de la presión que la asfixia.
Viscarret, Herrero y un viaje naturalista al corazón de Brasil
Menos sugerentes fueron las otras presencias españolas de la Sección Oficial. En Una vida no tan simple, Félix Viscarret plantea un drama generacional en el que los reveses laborales que padece un arquitecto otrora prestigioso se entrecruzan con una crisis matrimonial que se bifurca en dos direcciones y que amplia innecesariamente los puntos de vista (el marido se siente atraído por la madre de un compañero del colegio de sus retoños –el parque como un Tinder para padres y madres de familia-, y la esposa por el socio y mejor amigo de su cónyuge).
Dos hijos, proyectos que no salen, las dificultades de la conciliación (que aquí recae sobre las espaldas de un hombre), sexo practicado con frecuencia olímpica y sobreproteccionismo paranoico que culminan en un acumulado de frustraciones empaquetado con telefílmica corrección y perfectamente envuelto con un lazo de diálogos que no dejan que nada se escape.
Con idéntico academicismo se aproxima Sílvia Munt en Las buenas compañías al grupo de mujeres de Errenteria que, entre 1976 y 1985, ayudó a cruzar a Francia a centenares de compañeras para que pudieran abortar sin poner en riesgo sus vidas. La película asume el punto de vista de Bea (Alicia Falcó), una de las jóvenes activistas, para retratar no solo el ambiente contestatario, sino también el clima turbulento de aquellos años.
Pese al descubrimiento que supone Falcó y el buen hacer de Itziar Ituño, la saturación de conflictos –dos abortos en el mismo entorno, casi simultáneos– se percibe como un intento por dar cuenta de una casuística lo más amplia posible no sea que la duda se filtre por algún fotograma. Las de Viscarret y Munt son dos películas armadas a partir de convencionalismos que utilizan mecanismos antiquísimos para despertar la emoción, lo que las hace muy predecibles.
Con todo, ninguna de ellas alcanza la atroz previsibilidad de Bajo terapia, adaptación de una obra de Matías de Federico en la que tres matrimonios se juntan en una sesión de terapia de grupo para solucionar sus problemas de pareja, un escaparate de estereotipos que quiere disimular sus orígenes teatrales poniendo la cámara en órbita como si en lugar de filmando una película Gerardo Herrero quisiese lanzar un satélite.
Muy alejada de esos presupuestos artísticos se presentó Saudade fez morada aquí dentro del brasileño Haroldo Borges, quien hace unas ediciones ganase el premio del público en Málaga con Filho de Boi (2020). La película se mueve entre las coordenadas del naturalismo valiéndose de una cámara vivaz que sigue las andanzas de Bruno, un adolescente que vive con su madre y su hermano en un pueblo del interior de Brasil y que sufre una enfermedad degenerativa que le dejará ciego más pronto que tarde.
A pesar de su premisa, no encontrarán en este notable relato de iniciación el sendero hacía un valle de lágrimas, pues Borges opta por el cuidadoso retrato ambiental y la mirada humanista sobre sus personajes antes que por magnificar el conflicto que activa la narración. Estamos ante una película falsamente ligera, de corte impresionista, salpicada de contrariedades que, mal que bien, van solventándose sin por ello esconder bajo la alfombra de las buenas intenciones la precariedad del entorno (familiar y escolar).
Y entre amores no correspondidos, brotes de rebeldía juvenil, escuelas sin recursos y una madre que intenta buscar soluciones ante el problema que se le viene encima, se dibuja un asimétrico triángulo amoroso que, sin alzar la voz, susurra lo complicado que sigue siendo ser homosexual en Brasil y, de golpe, convierte la ceguera de Bruno en una metáfora nacional, la de un país en el que un chaval invidente es capaz de entender (y despertar) la sexualidad de la que hubiese podido ser su compañera.
Descubriendo a Efthymia Zymvragaki
Efthymia Zymvragaki nació en Creta, isla de que la escapó huyendo de un padre violento. Un día recibe una carta de un hombre llamado Ernesto, que acaba de escribir una novela en la que relata sus experiencias como maltratador y que quiere hablar con ella. Zymvragaki, que tenía pensado hacer una película de ficción para contar lo que le sucedió, acepta la invitación y viaja a Tenerife.
Ara la llum cau vertical es el resultado de ese encuentro. La voz de la directora griega afincada en Barcelona sobrevuela todo el metraje. Sus palabras arrullan una narración tranquila como un mar en calma, repasa sus traumáticas vivencias, explica su relación con Ernesto y describe las estrategias que motivan cada decisión cinematográfica.
La voz en off nunca duplica el contenido de unas imágenes que se relacionan con ella hermanando texturas, la aridez del paisaje desértico rimando con las experiencias más atroces, los primeros planos de flores asociados a palabras como libertad o huida. Son imágenes de una memoria vacía de cuerpos, los esqueletos de plástico de los invernaderos o los huesos de madera de barcos desvencijados como recuerdos de un
pasado arrasado, solo recuperable a través de la palabra. De la palabra propia y de la ajena, pues las intervenciones de Ernesto serán el otro pilar que sustente este documental (casi un ensayo humanístico sobre la aceptación) tan acongojante como admirable.
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Porque Ernesto, que ha pegado a sus parejas y las ha amenazado de muerte, convive ahora con Juliane, a la que envía lejos del hogar que comparten cuando intuye que puede ser víctima de una de sus crisis. Ernesto es alguien que asume sus atrocidades y la directora no duda en enfrentarlo a ellas proponiéndole que replique una de sus agresiones mientras dirige un ensayo con actores.
De ese modo, por interposición, Efthymia Zymvragaki busca establecer a través de una historia ajena un diálogo con su padre ya fallecido en una película procesal en la que la manera de acercarse al delicado objeto que se filma es más importante que el, por otra parte, tremebundo resultado final. Manera(s) que se nos muestran en repetidas ocasiones, puesto que la belleza de la película radica en mostrar con orgullo sus imperfecciones, como no podría ser de otra manera en este retrato de personas rotas, en esta obra sobrecogedora.