Tres de las películas más interesantes del Festival de Málaga coinciden en una idea de la puesta en escena presidida por la sobriedad en la que la dramaturgia fluye desde las imágenes y no se despliega exclusivamente a través del diálogo (lo que sucede en no pocos de los títulos vistos a lo largo de la semana).
Curiosamente tanto en Els encantats (Elena Trapé, 2023) como en Zapatos rojos (Carlos Eichelmann Kaiser, 2022) y en El castigo (Matías Bize, 2022), la última de las tres referidas en presentarse a concurso en el certamen, la palabra termina articulándose como válvula de escape ante realidades inasumibles o, cuanto menos, acongojantes, gangrenadas por problemas que los personajes no han sabido o no han podido resolver, quizá porque ni siquiera se atrevían a ponerles nombre, al menos hasta esos momentos finales.
En la última película del chileno Matías Bize, ese instante decisivo se alcanza después de ochenta minutos de austero plano secuencia. La forma elegida para relatar la búsqueda de un hijo de apenas siete años al que sus padres han abandonado en el arcén de una carretera que recorre un frondoso bosque nos obliga a compartir su angustia. Así, la reprimenda que se le impone al niño a causa de su mal comportamiento termina por colectivizarse.
En primer lugar, el castigo recaerá sobre la criatura perdida pero también sobre los padres. De hecho, la cámara arranca su movimiento ininterrumpido desde la posición que ocupaba el chico en el interior del coche familiar e incorpora en su persecutorio deambular la carga de la culpa que desde su extravío se adosará a las espaldas de sus progenitores. A su vez, la acción punitiva será compartida por la audiencia, puesto que la toma en continuidad impide al espectador tomarse un respiro y le obliga a asumir el tiempo diegético, es decir, el tiempo de la pérdida.
Bize desoye los cantos de sirena de la filigrana visual y se entrega a composiciones sobrias que concluyen en un memorable plano final que rubrica la ruptura del matrimonio compuesto por Ana (una Antonia Zegers de premio) y Mateo (Néstor Cantillana). La imagen constata una división que nos ha ido llegando por entregas, pues el sólido guion de Coral Cruz trabaja el diálogo desde la sustracción, con dos personajes que nunca dicen lo que piensan, que parten las verdades en dos para robar siempre una mitad o que mienten descaradamente.
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Las diferencias sobre la educación y el cuidado de los hijos, la eterna postergación de las aspiraciones profesionales, la interesada indisposición para compartir las renuncias que comporta ser padre o la exploración del lado oscuro de la maternidad se pasean como insidiosos fantasmas en esta película incómoda y dura.
De otra descomposición matrimonial nos habla La llegada (Alejandro Rojas & Juan Sebastián Vásquez, 2022), breve pieza de 70 minutos de asfixia conyugal en la aduana aeroportuaria de Nueva York. Elena (Bruna Cusí), bailarina barcelonesa, y Diego (Alberto Ammann), urbanista venezolano, viajan a Estados Unidos con la intención de instalarse en el país. La historia, que arranca con las noticias de la construcción del muro que ha de evitar la entrada de emigrantes mexicanos desde el sur, supone un compendio de las medidas de control aplicadas por las instituciones migratorias para que ningún indeseado se beneficie del sueño americano (no es casual que Carles Torras, que ya abordó estás cuestiones en la notable Callback, ejerza como productor).
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Elena y Diego pasarán por una colonoscopia burocrática, encapsulada mediante angulaciones opresivas y bañada en frialdad, que tiene la disuasión por objetivo (¿qué estás dispuesto a soportar para entrar en la tierra de los hombres libres? ¿cuánto lo deseas?). Los sucesivos interrogatorios por los que ha de pasar la pareja son como una revisión forense de la vida, un escrupuloso y desaprensivo escrutinio que termina haciendo aflorar las dudas sobre si la aventura compartida que están a punto de iniciar se basa en la confianza o en la conveniencia (la progresión dramática procura que no nos preguntemos cómo es posible que Elena no supiese según qué cosas… Aunque a veces nos lo preguntemos).
El guion dosifica bien la información, dispone con inteligencia los giros (esa luz que no funciona, ese interrogatorio por separado, ese cambio de sala) y evita prolongar la historia más allá de lo estrictamente necesario (la concentración y la tensión siempre se llevaron bien). Todo para situarnos en la probable antesala de un divorcio en una secuencia que hace de la lejanía entre los cuerpos, primero, y el uso del desenfoque, después, los sellos que se estampan en un pasaporte con destino al desastre. Ni que decir tiene que Bruna Cusí se mantiene firme en sus estándares de excelencia interpretativa y que Alberto Ammann compone con estudiada fragilidad un personaje titubeante, nervioso y, sin embargo (¿o quizá deberíamos decir tal vez?), muy calculador.
Si la concentración le sentaba la mar de bien a la película de Rojas y Vásquez, no es descabellado pensar que la misma estrategia hubiera causado un efecto positivo en La desconocida, cuarto trabajo de Pablo Maqueda basado en una pieza teatral de Paco Bezerra. En esta suerte de cruce entre Mantícora (Carlos Vermut, 2022) y Hard Candy (David Slade, 2005) ambientada en la madriguera del conejo blanco de Alicia en el país de las maravillas en el que las pulsiones sexuales y el ajuste de cuentas torticero se dan la mano, el tête à tête entre Manolo Solo y Laia Manzanares se desmorona no por sus actuaciones, sino porque resulta difícil pensar en la actriz como una menor que ha sucumbido a los engaños internáuticos de un pederasta, lo que te invita a dudar del planteamiento (y a verle las costuras) ya en el primer acto.
Con todo, estamos ante una película turbia que mira allá donde pocos se atreven y que ganaría en contundencia si no destensara el relato mandándonos al pasado para explicarnos quién es la protagonista y cuáles son sus motivaciones psicológicas para hacer lo que hace. Pese a los desajustes, bienvenidas sean las películas que nos colocan en lugares en los que nunca hemos estado y en los que, casi con toda seguridad, jamás desearíamos estar y que, precisamente por eso, obligan a nuestro sentido de la empatía a moverse por frecuencias a las que no está acostumbrado y a fluctuar al ritmo de las revelaciones que nos van cayendo encima como si fuésemos el yunque de un herrero.
La presencia española en la 26.ª edición del festival malagueño se completó con uno de los títulos más esperados, 20.000 especies de abejas, debut en el largometraje de Estibaliz Urresola Solagüren que se estrenaba en España tras haber obtenido el Oso de Plata a la mejor actuación para Sofía Otero en la pasada Berlinale y que ya comentamos largamente en esta misma tribuna. Sirva su presencia en la competición oficial, junto a otros títulos procedentes de certámenes internacionales de renombre como puedan ser Tallin (El castigo, La llegada), Sundance (La pecera) o Venecia (Zapatos rojos) para señalar el alineamiento de la cita que dirige Juan Antonio Vigar con las tendencias programáticas que articulan el cine contemporáneo.