Harka (“represalia”, en árabe) afina sus primeros compases con una voz infantil, que narra un cuento amonestador acerca de cómo la sed acabó llevando a todo un pueblo a bañarse en un lago envenenado. Por encima del relato, la cámara rastrea escrupulosa el horizonte desértico, yendo de un lado para otro.
Con el mismo gesto recorrerá la piel de Ali (Adam Bessa, nueva superestrella de ascendencia tunecina y Mejor Actor en el Festival de Cannes) mientras llena con manos y boca bidones de gasolina en la penumbra. Quizás lo que la cámara buscaba era una nueva forma de internarse en las tripas de la durísima realidad social del Norte de África.
Ali es un antihéroe forjado sobre las brasas de un Túnez noir, quemado por el sol y por la amenaza monstruosa del paro. Cansado, eternamente sucio, el joven se mueve como los lobos solitarios fracasados del polar francés.
Siguiendo la parábola del género, Ali se verá obligado a vestirse de padre cuando el suyo muere y su hermano le deja a sus dos hermanas al cargo. Aquí la segunda película de Lotfy Nathan (Nueva York, 1987), director de 12 O’Clock Boys (2013), se detiene y abre una ventana hacia otro cine.
De repente, el mundo de Ali cambia su banda sonora, a base de tambores siniestros, por una dulce partitura de xilófonos, y él empieza a buscar trabajo y se compra un perrito. El guion de Nathan no tarda en devolverlo al thriller de acción criminal, pero la mirada de la hermana pequeña, Alyssa (Salima Maatoug), arroja algo de luz y afecto verdaderos sobre la trillada imagen del gánster como enfermo del alma.
También en lo formal la película trata desesperadamente de encontrar aquel aire fresco que la sostenga lejos de la austeridad miserabilista. Montada con esmero por Sophie Corra y Thomas Niles (incluso sobremontada), no hay escena que quede a merced de sus propias imágenes. Al contrario, Nathan estructura los símbolos de su película con una voluntad divulgativa excesiva, que superpone todo estado emocional no explícito con una metáfora visual que lo ilustre.
A la película le sobra música, también una capa de dureza impostada: Ali sigue durmiendo en el suelo del patio de la casa familiar aunque tiene una cama, y sufre la pobreza a pesar de haber ahorrado un enorme fajo de billetes. La poca confianza del cineasta en el patio de butacas lastra un relato que, por lo demás, discurre bien por las carreteras secundarias del cine de buscavidas delincuentes.
Come a parte el desenlace, cuando Nathan cierra el cielo sobre la cabeza de su protagonista y nos explica, con un didactismo muy occidental-friendly, que Ali es solo uno más dentro de un tapiz social copado por la desgracia. Transforma así el reducido componente personal de su historia, aquel ramillito de intimidad que la mirada familiar montaba sobre el arquetipo, en un mero aliño para su fábula moral, un cuento que no resulta especialmente emocionante.