A diferencia de lo ocurrido con Carta de una desconocida, cuyas ocho adaptaciones cinematográficas aparecen coronadas por la obra maestra que dirigió Max Ophüls en 1948, La impaciencia del corazón, la novela más extensa de Stefan Zweig, ha tenido escasa fortuna en su traslación a la gran pantalla.
En 1946, el cineasta británico Maurice Elvey vio amenazada su prolífica carrera cuando Beware of Pity, su fiel adaptación del texto de Zweig, fue vilipendiada por la crítica e ignorada por el público; mientras que Wes Anderson apenas aprovechó la primera página de La impaciencia… para abrir El Gran Hotel Budapest (2014).
Decidido a corregir esta deuda histórica del cine para con la novela de 1939, el danés Bille August acomete su adaptación de La impaciencia… con ánimo reverencial, lo que da como resultado un filme de corte académico que no renuncia a ninguno de los quiebros narrativos que arremolinaban la fatalista fábula moral de Zweig.
Está todo ahí, debidamente sintetizado por August y su coguionista Greg Latter, quienes siguen al pie de la letra la historia de un disciplinado oficial de caballería que, en los albores de la Primera Guerra Mundial, ve su existencia turbada por el encuentro con la hija parapléjica de un poderoso barón.
Pese a que los escenarios húngaros de la novela son sustituidos por la campiña danesa, la película conserva intacto el drama del subteniente Anton Abildgaard (Hofmiller en el original), que va cavando su propia tumba sentimental al tejer una tupida red de mentiras piadosas, miedo al qué dirán, decisiones bienintencionadas y evidentes muestras de cobardía.
Decantándose por la transparencia naturalista en detrimento del artificio formalista, August renuncia al relato en primera persona que dotaba al texto de Zweig de su característica espesura psicológica. Sin voz en off, flashbacks o alardes líricos, esta adaptación encuentra su mejor baza en la observación detallista de los gestos de sus personajes: sonrisas que podrían interpretarse como guiños románticos o como muestras de compasión, o súbitos cambios de humor que revelan la tragedia de una mujer que busca desesperadamente la complicidad de su objeto de deseo amoroso.
Al abandonar el punto de vista único de Anton, que prevalecía en el relato original, la aflicción de la joven Esther se torna más inteligible, un logro del que también cabe responsabilizar a la actriz Clara Rosager, que construye a un personaje entre la contención y la enajenación.
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Abriendo la película con unas fascinantes imágenes de archivo de unas prácticas de la caballería danesa a principios del siglo XX, August prepara el terreno para la articulación del espíritu antimilitarista que marcó el imaginario de Zweig. Un golpe de genio fílmico que, pese al exceso de corrección imperante en el conjunto de la película, conduce a esta adaptación de La impaciencia… hasta uno de los mejores destinos imaginables.