La idea es simple pero tiene su vertiente engañosa. El escenario que dibuja la debutante japonesa Chie Hayakawa en Plan 75 pertenece al territorio (y género cinematográfico por derecho propio) de la distopía, larga y fructífera ramificación de la ciencia ficción, si bien el modo en que plantea su recorrido lo acerca más al estudio social y al melodrama.
Imagina el filme un futuro próximo donde sociedades como la nipona, frente al envejecimiento social y los desajustes económicos de la superpoblación, diseñan un plan gubernamental para “librarse” de los más ancianos, la población improductiva.
Quienes decidan someterse al plan eutanásico bajo la tutela estatal (con incineración o entierro gratuitos) recibirán 150.000 yenes, que en la mayor parte de los casos, es de suponer, irán al bolsillo de los allegados. Un mes del salario mínimo interprofesional japonés se estipula hoy en 178.442 yenes. Si no es bajo una conciencia de solidaridad nacional (algo, por otra parte, muy japonés), no resulta muy veraz el precio que tiene la muerte en el asfixiado sistema capitalista de la película.
Quizá en términos financieros el Plan 75 (al que puede optar cualquier ciudadano a partir de los 75 años) es una alternativa lógica al final de las pensiones públicas, pero cualquier alma humana no querría vivir en un mundo tan oscuro, y acaso por ello el prólogo narra con morosidad y escaso misterio el suicidio de un joven sin rostro.
Es apenas una secuencia de impacto que conduce a un callejón sin salida, a un estado de conciencia que se asoma a un horizonte vacío. Será solo el anticipo de una trama que va ordenando secuencias y personajes en apariencia inconexos, pero que con inteligencia termina por tejer una red en torno a la derrota del humanismo frente a la racionalidad burocrática y financiera.
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Hayakawa, qué duda cabe, se afana en dotar de sombría trascendencia a los silencios y cuerpos solitarios que se arrastran en los retratos cotidianos de cinco personajes que de un modo u otro se ven envueltos en el plan gubernamental, sea como “beneficiarios” o como empleados del sistema.
Van surgiendo así de forma casi invisible gestos de subversión que apenas pueden derrotar a los gestos de sumisión en cada uno de ellos, al desaliento que los encierra en el contagioso desánimo social. La directora toma decisiones correctas para hacernos partícipes de él, caminando sobre el alambre que separa la profundidad moral del tedio narrativo.
Podríamos pensar en este filme, con todas las distancias insalvables que queramos añadir, como una suerte de contraplano al clásico de Vivir (1952), donde un burócrata jubilado se enfrenta al sentido de la vida en el final de sus días. Aún bajo las ruinas de la posguerra y los planes de reconstrucción nacional había grietas donde la luz podía filtrarse en el filme de Akira Kurosawa.
Setenta años después, la esperanza se antoja para Hayakawa como un bien demasiado débil para alumbrar los márgenes del plano.