Las moscas son las primeras en oler la muerte. Acuden a su llamada antes que los humanos, aunque sea para revolotear nerviosas a su alrededor. Los paramédicos de emergencias de Nueva York son un poco eso. Algo más que moscas, claro, a veces salvan vidas, aunque “la mayoría de las veces no lo logramos”, como dice Gene Rutkovsky, el veterano de la EMT interpretado por Sean Penn en Black Flies.
La película es un viaje crudo y extenuante al corazón de las tinieblas neoyorquino, cuya ambición se traduce en una puesta en escena fuertemente estilizada, en la que se trata de la primera experiencia en Estados Unidos del director francés Jean-Stéphane Sauvaire.
Sauvaire filma algo así como la guerra en Brooklyn, solo que en lugar de ametralladoras y granadas, emplea tijeras, vendas y desfribiladores. La película encuentra su punto de cocción cuando se parece más a un documental sobre los empleados de emergencias internándose en el infierno de la noche neoyorquina que cuando pretende caracterizar a unos personajes más bien planos, en una trama reducida a los huesos, cuyas vidas fuera del trabajo se enfrentan al vacío y el trauma, al abismo de la locura.
Cubriendo el turno de noche en las malas calles del este de Nueva York tienen que salvar a fantasmas en forma de traficantes tiroteados, drogadictos, indigentes sin seguro médico con sobredosis o madres seropositivas que han dado luz en un agujero del Bronx.
[Johnny Depp y Maïwenn se coronan en una inauguración arrogante de Cannes]
Como si fuera una variación de Día de entrenamiento (que aquí serán varias semanas), el relato, basado en una novela de Shannon Burke (un exconductor de ambulancias que volcó experiencias personales en el texto), se centra en el aprendiz Ollie (Tye Sheridan), un chico de Colorado de cara angelical, estudiante de medicina, y su mentor en la ambulancia Rutkovsky, de rostro granítico, espejándose ambos en cierto modo en la tóxica relación entre Ethan Hawke y Denzel Washington.
Aquí la tensión no se genera desde el interior de la imparable trama, como lo hacía en el clásico policial de Antoine Fuqua, sino que se trata de una tensión impuesta desde fuera, por el modo en que el director quiere hacernos vivir la experiencia de salvar vidas en un océano de sangre, mugre, gritos y sufrimiento, desde la percepción subjetiva de los protagonistas.
Por supuesto, el Taxi Driver de Scorsese está en el ADN de Black Flies —por no mencionar Al límite, de la que en ocasiones parece un remake en crudo, carente de su enloquecimiento poético—, especialmente en el personaje de Sean Penn, que salva vidas pero por dentro se parece mucho a Travis Bickle. Solo, hirviendo de frustración, con la tensión y el hastío en el rostro y los gestos del cuerpo indicando que cualquier cosa podría ocurrir. Es su mejor interpretación en mucho tiempo. Pero además de Scorsese está Frederick Wiseman y guiños a French Connection y las luces rojas estroboscópicas siempre intoxicando la pantalla a lo Gaspar Noé.
En el exceso está el talón de Aquiles de la película, tanto en las formas como en el fondo, incluido un tramo final alargado y con mensaje moral, así como ciertos momentos que apelan a la pornografía clínica. El estrés y aislamiento en un mundo hiperhostil y hermético del que Sauvaire no quiere que salgamos indemnes es casi perpetuo —no hay respiro ni en las esencias de sexo de Ollie con su novia—, procedente de lo que vemos pero sobre todo lo que oímos, por suerte de una intervención sonora anabolizada y estridente.
Acaso los únicos gestos de contención, extrañamente, se hallan en la poderosa interpretación de Sean Penn. Se mire como se mire, Black Flies es un auténtico descenso a los infiernos.