La nueva película dirigida por los belgas Felix Van Groeningen (Gante, 1977) y Charlotte Vandermeersch (Oudenaarde, 1983), actriz y guionista, pide cariño y tiempo. En el pase de prensa del Festival de Cannes, donde ganara el Premio del Jurado, el público reía desesperado ante la larga retahíla de logos que desfilaban al principio de la proyección: las tremendas coproducciones europeas (en este caso, Italia-Bélgica-Francia) suelen pastar en campos bien arados pero poco excitantes, y esta duraba dos horas y media.
Vandermeersch (Adoration, 2019) y Van Groeningen (Beautiful Boy, 2018) toman la palabra de la novela homónima superventas de Paolo Cognetti (Random House) para hilarla de nuevo, con la intensidad clara del original: Pietro (Lupo Barbiero), niño criado en una Italia moderna y urbana que viste jerseys rojos eléctricos, siempre pulcros. No podría ser más diferente del amigo que encuentra en la montañosa Grana, pueblo fantasma donde veranea con sus padres.
Bruno (Cristiano Sassella) es un “niño salvaje”, huraño y desaliñado, que cautiva por su agudeza y honestidad, y se gana rápidamente la confianza del padre de Pietro (Filippo Timi). Los pocos veranos que los tres pasan en la sierra, abrazados por paisajes espectaculares, desprenden el aroma penetrante del recuerdo imborrable.
Subrayan la superficie preciosa e impenetrable de esos años formativos la voz poética en off de un Pietro adulto, muy tocada de las florituras del texto original, y una pátina visual de colores vivos sobre grandes vistas (en el Festival de Valladolid Ruben Impens ganó la Mejor Fotografía).
El primer giro remarcable de la película viene, claro, cuando reconoce lo insostenible de su propio dispositivo idílico: Pietro crece y las cosas caen por su propio peso… Cortará la relación con su padre, muy tocado de los nervios, y con Bruno, al que simplemente “deja de ver”. Desde la desnudez del corte y la elipsis, Vandermeersch y Van Groeningen tratan de recoger la antiépica de los años que pasan sin vernos, aquel tiempo informe que nos lleva siempre a un pasado y nos recuerda los destinos remotos de los caminos que no pudimos tomar.
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Echando raíces
A la par de la música ambiental de Daniel Norgren, que crece constante y se desvanece sin previo aviso, nos lleva a sospechar que Pietro adulto (Luca Marinelli, italiano asalvajado ma vero desde Martin Eden) tendrá que asumir lentamente los pesos de sus renuncias. Y sí, Pietro carga un rato con la mochila pesada de la envidia por la relación que Bruno tuvo con su padre –aquí Marinelli vuelve a domar la energía de su mandíbula, entre despierta y frustrada–, pero Las ocho montañas no es un cuento sobre las asperezas.
De mayor, Bruno (Alessandro Borghi) se sirve de su amigo como salvoconducto en tiempos de cambio; en sus palabras, “un lugar donde echar raíces y que siempre te espera”. Duelo y desengaños sanan rápido en medio del campo: la pareja de colegas construye una nueva vida en la montaña, descolgada entre veranos en la casa y tranquila como las canciones de folk de su banda sonora. Son baladas para tocar entre amigos.
De repente, Bruno y Pietro no son tan diferentes. Pietro escritor, tocado por las neuras de quien vive en ciudad, se alimenta de la simplicidad existencial de ese Bruno “parte hombre, parte animal, parte árbol”, que vive solo en la montaña sólo porque es lo suyo. Ahí Vandermeersch y Van Groeningen apuntan, aunque no desarrollan, un sustrato cargado de conflicto: entendemos que Pietro con los años empieza a sentirse cada vez más intruso, y parte a Nepal a buscar algo que le sea a la vez ajeno y genuinamente propio. ¿Hay algo más de turista que eso?
En sus primeros viajes al Himalaya Pietro comparte camino con grupillos pendientes de encontrar señal wifi, y los juzga a base de risueña condescendencia. Él tiene su propia cima, con su amigo montañero. Qué sabrán ellos de “la naturaleza”, si sólo ven paisajes.
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El padre de Pietro tampoco se detenía mucho rato en las cimas que alcanzaba. Todo verano precede a un invierno más largo y duro de lo que (por suerte) ningún urbanita podría llegar a comprender y, por si no quedara suficientemente clara la durísima realidad detrás de la postalita, Las ocho montañas pone a Bruno a jugar en el testarudo negocio de la fabricación tradicional de queso. Pero, ¿quiere la película ser un retrato fiel de la disforia entre lo edificante de saberte donde quieres estar y las asperezas que ello supone? En realidad, no.
Un filme ágil
El filme de Vandermeersch y Van Groeningen nunca pretende ahondar en los dilemas sociales, políticos y personajes que entreabre. La ligereza de su material de base, una narrativa personal más cercana al diario que a la gran novela, le impide pararse sin comprometer o cuestionar el viaje de su protagonista, Pietro, que podría ser cualquiera de nosotros. Ello culmina un filme ágil, chispeante, que pasa bien y sube la moral como un libro de autoayuda un domingo por la tarde.
Nos perderemos, eso sí, una reflexión interesante y de seguro más longeva que el filme en pantalla. Domar “las ocho montañas”, que Pietro explica con vehemencia cuando vuelve por primera vez del Nepal, en el cine implica cuestionar la naturaleza indómita del propio recuerdo, poner contra las cuerdas las imágenes que no creemos nuestras. Eso, claro, no se consigue con novelas ligeras.
Dirección y guion: Felix Van Groeningen y Charlotte Vandermeersch
Intérpretes: Luca Marinelli, Alessandro Borghi, Filippo Timi, Elena Lietti, Surakshya Panta, Elisabetta Mazzulo, Lupo Barbiero, Cristiano Sassella. Año: 2022. Estreno: 19 de mayo