De entre las proyecciones históricas que uno recuerda en sus doce años en este festival, la de Killers of the Flower Moon ocupará un lugar en el olimpo de los recuerdos, como lo hará con seguridad en la historia del cine, en la abrumadora, indiscutible filmografía del genio Martin Scorsese.
Desde que arrancó el certamen galo, las esperanzas depositadas en la monumental épica sobre los atroces crímenes de la reserva petrolífera india en el condado de Osage (Oklahoma) superaban cualquier forma de articulación. Las entradas para la sala Debussy, en un incomprensible pase único de la película, se agotaron en un minuto dejando fuera de la ecuación a cientos, miles de periodistas que se han dado cita en la 76 edición de Cannes.
El filme no compite por la Palma de Oro, ni lo necesita. Sus conquistas y hallazgos desnudan y limitan las ambiciones de cualquier contendiente. Es una película acaso solo comparable con Uno de los nuestros, con Casino, con Gangs of New York, con Boardwalk Empire, con El irlandés… y no porque sea peor o mejor que todas ellas, sino porque se suma con convicción y madurez al sangriento tapiz del crimen, la amoralidad, la violencia y la ambición que ha retratado el cineasta neoyorquino a lo largo de su carrera como los pilares sobre los que se ha cimentado la civilización norteamericana.
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Si queremos, el filme podría trazar un hilo de perdición hasta llegar a la cumbre del cine mudo Avaricia, de Eric von Stroheim, pues no en vano obedece a una similar demencia y monumentalidad, tanto en su accidentada y costosa producción (200 millones de Apple Studios) como en la enfermiza destrucción que acontece en la pantalla.
Situada en los años veinte pone su foco en los históricos y misteriosos crímenes de la comunidad Osage, la tribu de nativos americanos del Medio Oeste que se enriqueció tras el descubrimiento de inmensos yacimientos de petróleo en sus tierras. En un momento dado, esta comunidad era la más rica del planeta en renta per cápita, como ilustra el prólogo del filme para establecer desde sus primeros compases la precisión histórica con la que Scorsese y su coguionista Eric Roth han querido trasladar el relato a la gran pantalla.
Obviamente, el establishment blanco tenía sus planes para que todo ese dinero y propiedades acabaran en sus manos, mediante formas en principio más sutiles para ejercer el expolio y desaparición de los nativos, que pasaba por planificar matrimonios mixtos hasta la natural desaparición de una tribu que enferma con facilidad de diabetes y, cuando no hubiera más remedio, como así ocurrió, los asesinatos múltiples que instauraron el llamado Reino del Terror en Pawhuska.
El filme pone en escena este colorario de intrigas familiares y crímenes sin castigo, así como la posterior investigación del FBI de Edgar Hoover, mediante la historia real del veterano de guerra Ernest Burkhart (Leonardo DiCaprio), acogido en la casa familiar de su tío William Hale (Robert de Niro), que se ganó la confianza de los indios para poner en marcha sus oscuros planes. Hale es el maestro de marionetas de la función, el que mueve los hilos y manipula con encanto y sagacidad criminal a su sobrino, que tiene buen corazón y una inteligencia limitada, como si saliera de una peli de los Coen, para casarse con la nativa Mollie (extraordinaria Lily Gladstone), futura heredera junto a sus hermanas de la explotación de las tierras.
Tanto De Niro como DiCaprio llevan sus personajes a un estadio interpretativo que parece poseerles, casi como si nunca hubieran sido otras criaturas en la pantalla, con una convicción que en las escenas cruciales apenas necesitan la mirada para manifestar lo que piensen y sienten.
No se entrega la película de forma automática a los estallidos de violencia que caracterizan los dramas criminales de Scorsese, ni tampoco a la dinámica del montaje de sus obras más celebradas. Su ritmo no obedece a caminos convencionales o a los incesantes saltos en el tiempo de El irlandés, no hay una voz en off que imprima velocidad a la crónica noir ni aparentes escenas de impacto para golpear al espectador, agarrarle por las tripas y nunca soltarlo.
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El relato obedece más bien a un clasicismo de otra era, se cuece a fuego lento, se toma su tiempo hasta que coloca todas las piezas en su sitio. Pero en determinado punto, las capas y capas de conductas criminales, en un contexto de hipocresía y traiciones sin límites, y la compleja, imposible situación en la que se descubre Ernest, atrapado entre dos familias, acumulan una forma de tensión que solo puede aceptar la tragedia.
En paralelo, el guion redefine los presupuestos del romanticismo en el matrimonio formado por Ernest y Mollie. Es la línea narrativa que genera mayor extrañeza en la trama y en el complejo personaje de DiCaprio, verdugo y víctima al mismo tiempo, y que el relato conduce hasta un final conmovedor que apunta a la esencia moral del drama.
Con una banda musical con el blues sureño como gran aliado, surcamos casi siempre por las imágenes de Killers of the Flower Moon sin reconocer plenamente a su autor, que no se exhibe con virtuosismos de cámara ni de montaje, que parece no querer hacerse demasiado presente con su reconocible sello (aunque lo hará en un epílogo portentoso), sino permitir que la propia historia hable por sí misma y crezca orgánicamente sin inyecciones de adrenalina.
Salimos del cine mudos y absortos por la lección de maestría, la sensación de que hemos asistido a un atroz capítulo de la historia de su país que Scorsese necesitaba contar desde hace mucho tiempo, para hacer justicia a sus víctimas al tiempo que hacía justicia a su propia, insustituible obra, apuntalando otra cima más en la gran tradición del cine americano.