Víctor Erice fue el cabeza de cartel y la gran ausencia de la sexta jornada de Festival. El cineasta bilbaíno anuló, hace apenas unos días, su comparecencia de prensa y todos los compromisos que tenía con los medios. El resto de reparto sí iba a estar representando el filme en la Croisette, pero el director de 82 años ha preferido el silencio.
Hay quien augura que la presión que conlleva un evento cinéfilo como este habría desalentado al cineasta. Erice importa, por mucho que le pese. En la presentación de la película, el director artístico de Cannes, Thierry Frémaux, habló así: “[La de Erice] no es una obra pletórica, pero sí es extremadamente relevante para el cine”. Treinta años han pasado desde que el bilbaíno estrenara su último largometraje. Era El sol del membrillo, en 1992, y cuentan cuarenta desde El sur (1983). Cincuenta, si contamos desde El espíritu de la colmena (1973).
Al terminar la proyección, José Coronado, María León, Soledad Villamil, Ana Torrent y Manolo Solo han recibido los cálidos aplausos de la platea de la sala Debussy, una larga ronda de ovaciones y griterío que pone la guinda a la celebración del cine español presente estos días en el Festival. La prensa española, por un lado, respiraba tranquila: una decepción parecía inevitable, después de treinta años, pero tanto en circuitos nacionales como en internacionales, la cinta ha convencido.
'Cerrar los ojos' es cine viejo a propósito
La nueva película de Víctor Erice, escrita a cuatro manos con Michel Gaztambide (No habrá paz para los malvados), recupera la desaparición nunca resuelta del célebre actor Julio Arenas (José Coronado) durante un rodaje con su amigo y realizador Miguel Garay (Manolo Solo). Años después, a Garay lo entrevistarán para un especial televisivo dedicado a la filmografía del intérprete. Con el programa por motivo, el cineasta se despereza y se pone en contacto con aquellas personas que acompañaron a Julio y a él en años pasados. Sin embargo, al contrario de la misión que Coronado tenía en el filme que preparaban (un rescate a través de los continentes, encomendado por Josep Maria Pou), Miguel no tendrá fin ni prisa. Su misión, dirá Pou en la escena que abre la película de Erice, será “más discreta” –quizás tanto que no la descubramos hasta bien entrada la película, o fuera ya de la sala de cine–.
Miguel se encontrará con Lola (Soledad Villamil), amante de Julio, y con su hija Ana (Ana Torrent, aquella niña de El espíritu de la colmena). También con Max (Mario Pardo), colaborador habitual y un fanático del cine que se imprimía sobre celuloide… Erice retrata la galaxia de encuentros con cierta laxitud, como en un álbum de recortables donde es el personaje quien dicta el tono y la estética. Lola emerge de las sombras como el fantasma de un anhelo que nunca podrá alcanzarse, en una vista que recuerda infinitamente a los ocres del primer Erice. Ana, en cambio, trabaja con la contención y la dulzura, es la viva imagen de quien ha sufrido pero no guarda rencores. Será Max, proyeccionista y amigo que esperó durante años la siguiente película de Miguel (que nunca llegaría), quien recupere las dos últimas escenas de Julio, dos preciosas vistas exteriores que podrían haberse incluido en cualquiera de los filmes clásicos del cineasta.
Manolo Solo brilla en su contención
Max despierta al patio de butacas con su tono de voz, muy por encima de la interpetación de Manolo Solo. Grave, Solo ha ido abajando todos los volúmenes de su gestualidad, reduciéndola al contorno de sus ojos y a las puntas de sus dedos, acaso firmes y a la vez temblorosas (¡que alguien estudie cómo coge Manolo Solo un vaso!).
El primer tramo de la película despierta el recuerdo de los tiempos y las imágenes de aquel Erice de antaño, que dejaba unos momentos de suspensión antes de cualquier acción o réplica, siempre en clave baja. Más cercano a una escultura del tiempo que a una narrativa bien dirigida, el primer acto de Cerrar los ojos se mueve como una película de otro tiempo. Es cine viejo.
Víctor Erice, orgulloso de sostener una propuesta rara, recurre constantemente a herramientas estilísticas de antaño: acaba todas las escenas con fundidos a negro, baña en ocres y en verdes los interiores en penumbra, el reparto declama sus líneas. Max habrá cambiado la decoración que colgaba de su taller –el Fausto de F.W. Murnau, cine viejuno, por un melodrama de Nicholas Ray, aprobado para los tiempos de hoy–: pues bien, Erice dejará a Murnau colgado, casi como gesto de resistencia.
Víctor Erice trata de encontrarse en su película
En una tienda de segunda mano, Miguel reconoce la portada de un libro que escribió hace tiempo. Después, a lo largo de todo el metraje, irán apareciendo fotografías de familia y baladas populares (de esas que sólo se pueden cantar en grupo). Finalmente Ana, Ana Torrent, va a musitar un “yo soy Ana” de boca muy pequeña. Erice construye un universo de imágenes que orbitan todas alrededor del reconocimiento, del verse en cualquier parte y admitir que ya no somos aquellas personas que nos devuelven la mirada. Reconocerse habiendo cambiado es un signo de pérdida, pero también de identificación muy poderoso. Por ello, y sin destripar nada, el último tramo de la película conjura la pantalla de cine como herramienta posible para cuando una confesión resulta imposible.
Erice confía en la realidad como solución práctica a las preguntas que no puede resolver. Cuando un misterio encuentra su punto muerto definitivo, lo mejor es salir a tomar el aire. En la película, hay que pescar para no darle más vueltas. En la segunda mitad de Cerrar los ojos, Manolo Solo sale a la calle, a un idílico Cabo de Gata que reclama vivir un poco más al día y cuidar, si cabe, de un perrito. Sin embargo, nunca el director ha sido un realista, por lo que incluso de calle va a recurrir a símbolos que le ayuden a vertebrar el relato: ahora una estatua bicéfala con una cabeza vieja y una joven (esta reaparece de forma obsesiva en los créditos), ahora un rey de ajedrez (la figura menos movible y más melancólica o, como lo llama Josep Maria Pou, triste le roi). Quizás la película, como un triste le roi, vire del teatro al naturalismo descarnado sólo para moverse y cambiar de aires. Pero ¿podría una obra vieja acercarse a sus sujetos con una mirada nueva? Tal vez. Tal vez colocar el gran giro de la trama durante la comida en un geriátrico sea, en efecto, una forma nueva e inteligente de pensar en las formas del clímax.
Víctor Erice sigue proponiendo imágenes nuevas para el cine. Celebrémosle vivo.