El alargado éxito de Perfectos desconocidos ha permitido a Paolo Genovese realizar esos proyectos que hoy parecen desterrados de nuestra cinematografía: un cine que mezcla drama y comedia, con mensaje buenista, realizado sin estrecheces económicas, en donde el director es capaz de involucrar a grandes actores y convencer al público para que pase masivamente por la taquilla del cine.

De hecho, El primer día de mi vida, que parte de una novela del propio director, se iba a rodar en Nueva York con un reparto internacional antes de la pandemia, lo que demuestra el tirón de Genovese. El cambio de planes, sin embargo, pone a Toni Servillo, leyenda viva del cine italiano, al frente del reparto y nos ofrece una Roma alejada de la postal turística, lluviosa (diríamos que buena parte del presupuesto se va en los chaparrones digitales) y nocturna, en moteles desvencijados del entorno de la estación de Termini.

Genovese afronta un tema complejo desde una perspectiva fantástica, o cercana al realismo mágico (también algo superficial), planteando la historia de cuatro suicidas –un motivador profesional, una gimnasta paralítica, un youtuber que sufre bullying y una policía ha perdido a su hija adolescente– a los que una especie de ángel (Servillo) les concede una segunda oportunidad.

A lo largo de una semana, los cinco personajes convivirán, mientras intentan encontrar el hilo vital al que agarrarse presenciando sus funerales o descubriendo cómo serían sus respectivas vidas en un futuro que está en el aire.

El objetivo del director, por tanto, parece ser el de actualizar un clásico, ángel incluído, como ¡Qué bello es vivir! (Frank Capra, 1946). Claro, son palabras mayores, y Genovese no alcanza a servir la catártica experiencia que ofrecía el filme protagonizado por James Stewart, pero sabe cómo crear una historia atractiva para el gran público.