En realidad, Rynn, no es mala. Con trece años recién cumplidos, a punto de traspasar la frontera de la pubertad, es una jovencita inglesa culta, educada, inteligente e independiente que vive “al final del camino”, en un pequeño pueblo americano de la Costa este.
Sí, quizá es un poco extraño que su padre nunca se deje ver, que no vaya al colegio y que los adultos que la visitan -no siempre con buenas intenciones- desaparezcan misteriosamente. Pero, ¿por qué no la dejan en paz? ¿Por qué todos los adultos tienen la mala costumbre de entrar sin llamar? ¿Por qué tiene una chica tan especial que convertirse en otra niña vulgar y corriente, como todas las demás?
El guionista y escritor Laird Koenig -recientemente fallecido con 95 años- concibió hacia 1974 La chica que vive al final del camino, que acaba de reeditar Impedimenta en excelente traducción de Jon Bilbao, pensando en términos teatrales. Algo que la estructura prácticamente en tres actos y la casi obvia unidad de tiempo y espacio de los mismos permite adivinar, dando a la novela un agradecido aire de comedia de misterio al estilo de La huella de Anthony Shaffer o las obras de Agatha Christie, para quien hay también algún guiño en sus páginas.
Aunque Koenig la convertiría en pieza teatral en 1997, la novela cobró fama gracias a su adaptación cinematográfica, dirigida por el húngaro de nacimiento y francés de adopción Nicolas Gessner en 1976, con guion del propio autor.
La muchacha del sendero ofreció una de sus primeras oportunidades a una jovencísima Jodie Foster en el papel de Rynn, acosada por un siniestro Martin Sheen. Producción franco-canadiense, inusualmente fiel a la novela (aunque suavizando algunos detalles, siempre hay que leer el libro), despertaría fascinación e indignación a partes desiguales, tanto por su trama y personajes como por una escena de desnudo que, en realidad, corrió a cargo de la hermana mayor de Jodie. Quizá quienes pusieron el grito en el cielo acusando al filme de sexualizar a su protagonista hubieran debido echar un ojo a las obras de Freud, Lacan y Piaget.
Por supuesto, el filme de Gessner se convirtió en clásico de culto automático. Un thriller perverso y romántico, entre la exploitation y el manifiesto libertario a favor de una infancia desencadenada, de espaldas al mundo adulto, más allá del bien y del mal.
Años perversos para niños perversos
La chica que vive al final del camino llegó en una época plagada en la ficción de niños inquietantes e incluso abiertamente malvados. La década de los setenta. Un momento histórico que, tras Vietnam, el Watergate, el asesinato de los Kennedy, la masacre de la Familia Manson y el desastre del concierto de Altamont, en 1969, firmó la sentencia de muerte para el movimiento hippie. Es decir, para los “niños de las flores”. Era el fin de la infancia tal y como la conocíamos.
Rynn, el personaje creado por Koenig, bien podría encarnar esta pérdida de la inocencia. Con su elegante chilaba, hija de un poeta maldito y amante ella misma de la poesía de Emily Dickinson, aficionada al té, educada para la diferencia y para desafiar las convenciones, no dudará en recurrir a soluciones radicales para sobrevivir, manteniendo su independencia frente al mundo, su feroz individualismo y su rechazo del orden establecido por encima de todo. Pero al hacerlo, perderá también la ingenuidad y el candor que se le suponen a la infancia. Además de la virginidad.
['Vesper', distopía en un planeta salvaje]
La chica que vive al final del camino es uno de los ejemplos más sofisticados del ejército de infantes oscuros que invadió páginas y pantallas en los setenta. Una infernal cruzada de los niños encabezada por la pequeña Regan de El exorcista (1971) de William Peter Blatty, novela y película de 1973; el Damien de La profecía (1976) y sus secuelas; la siniestra y dulce Bonnie de La enviada (1976) de Bernard Taylor (también llevada a la pantalla); la sensual Christa Hayden de La piel de Satán (1971), paradójicamente bautizada como Angel; el no menos angelical Mark Lester de Diabólica malicia (1972); la perversa pareja de quinceañeras satánicas de la polémica Mais ne nous délivrez pas du mal (1971), los bebés mutantes de Estoy vivo (1974) y sus continuaciones, los niños asesinos de Acoso mortal (1974), la pequeña Rosalie y su amigo zombi de La niña (1977) o la ya adolescente Carrie (1974) de Stephen King.
Punto y aparte merecen las precoces niñas de Siempre hemos vivido en el castillo (Minúscula), novelita de la maestra del terror psicológico Shirley Jackson, publicada en 1962; El otro (1972), fascinante gótico americano de Robert Mulligan sobre un niño y su misterioso hermano gemelo, en una granja de la América profunda, basado en excelente novela de Tom Tryon (Impedimenta), y ¿Quién puede matar a un niño? (1976), clásico del terror ibérico a la luz del día, con cuya sanguinaria chavalada Ibáñez Serrador y Juan José Plans, autor del libro original El juego de los niños (La Página Ediciones), se adelantaron a los famosos “chicos del maíz” de Stephen King.
Pecados originales
Por supuesto, el arquetipo del niño malvado o diabólico, no siempre lo mismo, no apareció de la nada en los setenta. Procedía de una ilustre estirpe asesina de entre la cual la figura más conocida sería la pequeña Rhoda, creada por William March en su novela de 1954 La mala semilla (Alianza), publicada el mismo año de su muerte, convertida después en obra teatral y película de éxito.
Considerado por Joyce Carol Oates, que de niños perversos algo sabe, culpable de establecer el personaje en el imaginario colectivo, March introdujo en su novela el concepto de la psicopatía hereditaria, de una maldad congénita y natural, frente al entonces más aceptado de la influencia del medio ambiente y la educación. Puso así sobre el tapete la dicotomía entre naturaleza y civilización, una de las claves que subyacen en todas las obras protagonizadas por niños demasiado traviesos.
De La mala semilla y su astuta asesina descienden en mayor o menor medida los (y las) tiernos psicópatas sin escrúpulos de la mexicana Veneno para las hadas (1986), de El buen hijo (1993), de la peculiar El hijo del mal (2007), de Tenemos que hablar con Kevin (2011), basada en la novela de Lionel Shriver, o de la polaca Playground (2016), de Bartosz M. Kowalski.
Que la infancia fuera considerada una suerte de estado de gracia natural análogo al de los pueblos llamados “primitivos”, procede en buena parte de su reconocimiento y puesta en valor durante la época victoriana. Coinciden entonces la noción roussoniana y romántica del “buen salvaje” con el sentimentalismo moral y las preocupaciones sociales por mejorar las condiciones de vida y la educación de los niños. Orfanatos, colegios e instituciones destinadas a la infancia reciben las severas críticas de escritores e intelectuales por su carácter tiránico, insalubre e inmoral, siendo objeto de mejora por parte de filántropos y reformadores sociales.
Las obras de Dickens, pero también muchas otras dirigidas a padres y educadores tanto o más que al lector infantil, como El perro de Flandes (1872) de Ouida, Sin familia de Hector Malot (1878), Heidi (1880-1881) de Johanna Spyri, El pequeño Lord Fauntleroy (1886) de Frances Hodgson Burnett, Corazón (1886) de Edmundo de Amicis o Ana de las Tejas Verdes (1908) de Lucy Maud Montgomery, sirvieron no solo para denunciar el desamparo de la infancia, sobre todo entre las clases humildes, sino para popularizar también la idea del niño como criatura dulce y luminosa. Un lienzo en blanco, pero de un blanco casi celestial, cuyos instintos son tan inocentes como inclinados naturalmente a la bondad, el amor incondicional e incluso el sacrificio.
Estas inclinaciones deben ser salvaguardadas a toda costa de la influencia negativa que la sociedad corrupta ejerce sobre ellas, única culpable de que se pierdan y la rama se tuerza. Se necesitan cuidados materiales, sin duda, pero también morales. La educación en los valores apropiados es el remedio universal para que el niño, bueno por naturaleza como lo es el pigmeo, el noble indio o el nativo de cualquier rincón del Imperio e incluso el negro americano, crezca sano y robusto. Siempre bajo la atenta mirada de padres, profesores e instituciones igualmente sanas y robustas, símbolo de la magnánima supervisión que la Reina ofrece a todos los súbditos de su extenso dominio. Vigilar, por supuesto, pero también castigar cuando sea necesario.
Esta torticera visión implica que el estadio infantil y adolescente del ser humano se corresponde morfológicamente con el de pueblos y culturas etiquetados como “primitivos”, a quienes los poderes coloniales tratan con paternalismo, dirigiendo su entrada en la “madurez”, es decir, en la civilización. En definitiva: “son como niños”. Con todos sus abusos y racismo, esta actitud dará pie también paradójicamente a la progresiva (en el doble sentido del término) aparición de aquellas radicalmente opuestas, aunque basadas en la misma presunción: la ingenuidad y bondad natural del niño y el nativo.
['El polar francés': ¿cuál es el presente y el futuro del cine negro galo?]
De la misma manera que los reformistas exigieron la desaparición de los castigos corporales en la escuela, del trabajo infantil sin regular, de las condiciones insalubres de orfanatos y colegios, que arruinaban física pero también espiritualmente a los niños, exigirán con sobrados motivos la retirada de los poderes coloniales de los países ocupados, a los que, al contrario de lo que pretenden afirmar, no llevan las (dudosas) virtudes de sus “hermanos mayores”, sino sus vicios, corrupción, abusos y lacras, emponzoñando la inocencia y nobleza originales del “buen salvaje”.
Que la idea de pureza infantil y vida salvaje encajan perfectamente en el puzle victoriano lo prueba el tremendo éxito de La isla de coral (1857) de R. M. Ballantyne, donde tres chicos ingleses corren incontables aventuras como náufragos en una isla polinesia, adaptándose a su situación de forma asombrosa, pasando momentos verdaderamente idílicos, además de cultivar la amistad de algunos nativos que acabarán convertidos al cristianismo y, en general, resultan mucho más fiables que los crueles piratas blancos. Algo que se repetirá en obras posteriores como Dos años de vacaciones (1888) de Jules Verne.
Y algo que William Golding utilizará, para subvertirlo ferozmente, en una de las obras clave que cuestionan la idea de la infancia inmaculada y la crueldad infantil como subproducto de la influencia corruptora de la sociedad: El señor de las moscas (1954). Publicada el mismo año que La mala semilla, cuando el mundo digería lentamente las consecuencias de la barbarie tecnológica manifestada por la Segunda Guerra Mundial, lo que la novela de March hace con el modelo individualizado del angelical niño victoriano, lo hace Golding a nivel colectivo con sus jóvenes náufragos descendiendo a los abismos de la violencia tribal, la superstición y la crueldad.
Los años cincuenta y sesenta serán los de una obsesión a veces irracional por la delincuencia juvenil, producto de la rápida consolidación del adolescente e incluso del niño como clase aparte, con sus propias normas, reglas y conductas, pero también con su propio poder adquisitivo, exigencias de respeto y reconocimiento y formas de cultura ajenas a padres y educadores (rock´n roll, drive in, cómics, televisión…).
Muchos siniestros relatos de ciencia ficción de autores como Ray Bradbury, Jerome Bixby, Richard Matheson, Theodore Sturgeon, Robert Bloch y otros, muestran niños prodigio capaces de eliminar o dominar por completo a sus progenitores, mientras que John Wyndham publica su escalofriante clásico Los cuclillos de Midwich apenas tres años después de las novelas de Golding y March, en 1957. Varias veces llevada al cine, su argumento da sentido muy literal a la alienación de las nuevas generaciones respecto a padres y profesores.
Heidi y el pequeño Lord Fauntleroy pueden transformarse en psicópatas no a causa de la sociedad, sino de su propia naturaleza. La naturaleza humana. Algo que, antes de Golding, el propio Henry James había expresado sutilmente en La vuelta de tuerca (1898), publicada en pleno apogeo todavía del niño dorado victoriano y eduardiano.
Más allá del bien y del mal
Lo mejor de La chica que vive al final del camino es que, cuestionando de forma inteligente y perversa nuestras presunciones sobre la inocencia y bondad infantiles, no cae ni en su satanización ni en su victimización. Al poner al lector del lado de la mirada del niño, le obliga a cambiar de perspectiva, a convivir con la realidad de que puede ser tanto un ángel como un demonio. Más aún: que puede ser ambas cosas a la vez.
Las ficciones de malignos niños diabólicos o alienígenas, como la reciente y estupenda sátira de Superman El hijo (2019), excusan el perverso y homicida comportamiento de sus pequeños villanos escudándose en el hecho de que estos se encuentran poseídos o son, en realidad, criaturas extrañas, inhumanas y monstruosas. Siempre será más interesante el retrato del niño como una fuerza de la naturaleza cuya inocencia, como la de la propia naturaleza, no es sino un mito. O, mejor dicho, una simple confusión: porque en realidad el mal puede ser tan inocente como la inocencia malvada.
Confundir inocencia con bondad es cegarse ante el carácter amoral de la infancia. Ante su egoísmo desprovisto de prejuicios, que puede inclinarse tanto hacia lo que llamamos el bien como hacia su opuesto, en función de la satisfacción inmediata y de múltiples variables que los adultos ya no podemos ni queremos entender o admitir, aislados en el tiempo del niño que fuimos y socialmente condicionados para ignorar lo que de él conservamos.
Ni el mal es producto del pecado original, primitiva metáfora religiosa para justificar lo que la genética investiga hoy día, ni tan sólo un constructo social artificial ajeno al ser humano, absolución laica para todos los pecados que cometemos, justificados e injustificables.
Uno de los mejores ejemplos de infancias amorales e irresistiblemente divertidas al tiempo lo encontramos en Matemos al tío (1963), de la escritora canadiense Rohan O´Grady, llevada al cine por William Castle y editada también, con estupenda portada de Edward Gorey, por Impedimenta (la editorial que más hace por difundir la infancia perversa en nuestras librerías).
Aquí, Barnaby Gaunt de diez años y su amiga Christie, traviesos en grado alarmante, tendrán que enfrentarse al diabólico tío del primero, quien planea su muerte para heredar una fortuna. Deliciosa comedia negra de resabios góticos, sus niños no son ni buenos ni malos, sino todo lo contrario, pero, ignorados por los adultos, harán, como Rynn, lo que sea para sobrevivir.
También fascinantes resultan esos niños marginados que tropiezan con adultos marginales, con quienes desarrollan una relación extraña, turbia y ambigua, que no suele terminar demasiado bien para el adulto, en clásicos británicos como La bahía del tigre (1959), Cuando el viento silba (1961) y A las nueve, cada noche (1967), basados respectivamente en un relato de Noel Calëf y en las novelas de Mary Hayley Bell y Julian Gloag, antecedentes directos de El espíritu de la colmena (1973) de Erice, de Un intruso en el juego (1978), adaptación de otra obra de Laird Koenig, e incluso de la incómoda Tideland (2005) de Terry Gilliam, según el gótico sureño de Mitch Cullin.
La mirada del niño puede ser y es siempre desarmante. Por su pureza. Por su inocencia, sí. Pero pureza e inocencia tanto para el bien como para el mal. No hace falta llegar a extremos terroríficos.
Su ingenua fusión y confusión entre fantasía y realidad, su oscilar entre el azar y la necesidad, las encontraremos también en la Ana Torrent de Cría cuervos (1976), el mejor Saura, y en la pequeña Lua Michel de la recién estrenada Alma viva (2022), deliciosa ópera prima de Cristèle Alves Meira.
La encontramos en la pizpireta y descarada Pippi Calzaslargas, creada por la sueca Astrid Lindgren a mediados de los años cuarenta, cuya serie televisiva emitida en TVE durante los setenta (la censura no lo había permitido antes... y se entiende), sembró en muchos pequeños cerebros de entonces la semilla del situacionismo, el anarquismo y otras peligrosas hierbas anti-autoritarias. Ahora vuelve, pero no a los programas y horarios infantiles, sino a Filmin. Para adultos nostálgicos.
En un momento en que los cuentos de hadas son purgados y reformados, las obras de Roald Dahl y Enid Blyton amenazadas por censuras y reescrituras o los dibujos animados desprovistos de explosiones y pistolas, curiosamente las pantallas para adultos están llenas de niños y niñas diabólicos y perversos. El exorcista se prepara para volver este año, los cuclillos de Midwich siguen vivos en los jóvenes extraños de La gravité (2022) y recientes están títulos como Goodnight Mommy (2014) y su remake de 2022, The Innocents (2021), There´s Something Wrong with the Children (2023) o la española Tin & Tina (2023).
Quizá estemos gestionando así no solo nuestro eterno temor a la pura e inocente maldad del niño, sino también el nuevo miedo a que un día se venguen justamente de nosotros por tratarlos como idiotas. Porque los niños juegan siempre según sus propias reglas, no las nuestras. Como dijo una vez Ray Bradbury: “Los niños me adoran porque escribo historias que les hablan sobre su capacidad para el mal”. Si les privamos de ese placer en la ficción… ¿No querrán jugar con nosotros, literalmente, en la realidad?