Charlando hace unos años con Nicolas Winding Refn sobre los cineastas que habían influido en su thriller cinéfago Drive (2011) –Michael Mann, Friedkin, Carpenter, Walter Hill, Kitano...–, el director me interrumpió sonriente para añadir terminantemente: “Y, sobre todo, Jean-Pierre Melville, sobre todo, Melville”.
No hay mejor manera de comenzar cualquier evocación del cineasta francés que esta: “Sobre todo, Melville”. Podrían rubricarla Tarantino, John Woo, Scorsese, Johnnie To, los Coen, Polanski, Neil Jordan, Olivier Marchal, Urbizu, Assayas… Y, por supuesto, Friedkin y Carpenter.
La influencia del policial según Melville (1917-1973) es como un ejército de sombras invisible que invade gran parte del género moderno y posmoderno. Su preeminencia del estilo sobre la sustancia. Su contundencia visual. Un cine donde lo artificial y artificioso se funde y confunde con el realismo descarnado, dando por resultado un romanticismo trágico, gélido y aséptico, pero cargado de emoción. El mundo del mejor y más sofisticado polar francés, llevado hasta sus últimas consecuencias éticas y estéticas.
Personajes esenciales, silenciosos, definidos por el gesto ritual de ajustarse el borsalino, levantar las solapas de su gabardina o encender un cigarrillo
En principio, nada hacía suponer que Jean-Pierre Grumbach, nacido en el seno de una familia judía de comerciantes, acabaría transformándose en J-P Melville, el más americano de los cineastas franceses y el inventor de una mutación netamente francesa del film noir americano. Aunque su pasión por el cinematógrafo puede remontarse hasta su infancia, cuando con seis años sus padres le regalaran una cámara “de juguete” Pathé-Baby, sus primeras películas, tras el final de la Segunda Guerra Mundial, en nada parecían augurar su casi exclusiva dedicación al cine negro.
Sus inicios se inscriben en un neoclasicismo expresivo y muy personal, pero enraizado en las grandes tradiciones del cine, el teatro y la literatura francesas. El silencio del mar (1949), drama bélico psicológico basado en una obra de Vercors, y Los niños terribles (1950), fiel y superior versión de la morbosa y obsesiva novela de Jean Cocteau, llevan a los críticos a encasillarlo prematuramente como director intelectual y literario.
Pero cuando, tras un poco conocido drama con ribetes de suspense, Quand tu liras cette lettre… (1953), Melville vuelve a dar la nota, lo hace con una declaración de principios que adelanta su futura dedicación al noir: Bob el jugador (1956), adaptación de una novela del renovador del policial galo Auguste Le Breton.
Como si Melville quisiera remarcar que se trata de un género netamente francés, manifiesta ya en esta historia fatalista muchas de las características propias de su estilo en particular y el del polar en general: retrato en apariencia naturalista del hampa, es en realidad, esteticista y cerebral. Golpes perfectos que siempre salen mal. Personajes crepusculares, predestinados al fracaso por el azar pero, sobre todo, por su propio carácter de perdedores, que siguen fielmente su ética personal en un mundo donde ya no hay honor entre ladrones.
Melville, enamorado del cine y de la cultura estadounidenses, adopta pero sobre todo adapta la esencia del film noir, el cine de gánsteres y la tradición hard boiled americana, a una revisión moderna del malditismo decadente y el realismo naturalista francés. Sus antihéroes, surgidos de las páginas de escritores como Le Breton, Simenon o Giovanni, inspirados por experiencias auténticas en el mundo de las mafias y el hampa franceses, de París a Marsella, se convierten frente a su exigente cámara en elegantes poseurs.
Dandis solitarios enfrentados a la vulgaridad del crimen organizado y la burocracia policial, caminan incansables por las calles de la ciudad bajo la lluvia. Flâneurs sin rumbo, traicionados, perdidos, enamorados, esperando casi con impaciencia los disparos que pongan fin a su vida. Tras esa carta de amor al cine negro americano que es Dos hombres en Manhattan (1959), y un breve retorno al drama moral con Léon Morin, sacerdote (1961), Melville se vuelca ya en el género negro y criminal, con solo la relativa excepción de El ejército de las sombras (1969).
Contando con actores icónicos, de rostros y apostura pétrea pero altamente expresivos en su hierática mirada, como Jean-Paul Belmondo, Serge Reggiani, Lino Ventura, Paul Meurisse, Yves Montand y, por supuesto, ese bello animal llamado Alain Delon, y por actrices de belleza gélida y contenida emoción como Michèle Mercier, Christine Fabréga, Nathalie Delon, Simone Signoret o Catherine Deneuve, Melville reinventa el género.
[El fasinante universo de Jean-Pierre Melville]
El confidente (1962), El guardaespaldas (1963), la épica Hasta el último aliento (1966), la sobria y casi zen El silencio de un hombre (1967), incluso El ejército de las sombras (1969), donde vuelca su propia experiencia en la Resistencia (quizás la mejor película sobre el tema jamás rodada), la inmensurable Círculo rojo (1970) y la injustamente infravalorada Crónica negra (1972), componen el fresco definitivo y definitorio del polar.
Filmes minimalistas, de construcción milimétrica, que llevan las constantes del género hasta la abstracción. Historias trágicas, cuyo severo desarrollo formal es reflejo de su esencia arquetípica. Espacios urbanos desolados. Personajes esenciales, silenciosos, definidos por el gesto ritual de ajustarse el borsalino, levantar las solapas de su gabardina o encender un cigarrillo.
La muerte prematura de Melville (hace 50 años), que no quiso ser autor de la Nouvelle Vague, tarifó con sus actores y produjo sus películas en absoluta libertad, nos privó de futuras obras maestras. Pero también congeló en la historia del cine un momento único. Un cine ascético, esculpido en imágenes herméticas, cuyos fantasmas impasibles siguen persiguiendo a los cineastas actuales, condenados a emularle eternamente.