Olvidados los días de saltos al vacío, de andar entre pasajes y asfaltos, con ánimo exaltado de neonoir punkarra, Daniel Calparsoro se ha convertido en un profesional del thriller. Es, sin duda, uno de los realizadores españoles que mejor se las entiende con las escenas de acción, violencia y tensión.

Ese es el mayor mérito de Todos los nombres de Dios: mantener el suspense en casi todo su metraje, jugando con el espectador sobre la base de un guion sencillo, con algún que otro logrado golpe de efecto.

Aunque es difícil ver a Luis Tosar sin pensar que es Luis Tosar, uno llega a olvidarlo en sus mejores escenas. Se agradece también la presencia de actores jóvenes como Nourdin Batan o Lucas Nabor, que ojalá tuvieran más protagonismo.

[Vuelve la Fiesta del Cine: qué día es, precios y dónde conseguir las entradas]

Calparsoro posee un gran sentido estético de la puesta en escena, sobre todo en esas secuencias casi apocalípticas, con una desierta Gran Vía madrileña convertida en distópico decorado de Grand Guignol para su bomba humana protagonista, al borde del golpe militar o la invasión alien.

Pero entre el thriller de procedimiento y el drama familiar, el filme se decanta demasiado por el segundo, descuidando el primero. Los momentos emotivos se hacen reiterativos, mientras querríamos ver más y mejor los intríngulis de las fuerzas del orden y el desorden enfrentadas en su duelo mortal. Faltan sombras en una descripción de la acción policial antiterrorista que roza el publirreportaje de la Benemérita (¡qué lejos de A ciegas!).

Hay En todos los nombres de Dios un potente thriller psicológico y político escondido, pugnando por salir a la luz, pero se diluye a causa de los manierismos actuales del cine para plataformas y formatos caseros.

Demasiada música subrayando innecesariamente tensión o sentimientos. Demasiada panorámica de la ciudad para ligar entre sí las diferentes set-pieces. Demasiadas lágrimas y explicaciones. Todo queda en un buen entretenimiento familiar de sobremesa. Que no es poco, dirán muchos.