Hace ahora cincuenta años, una película española ganaba por primera vez la Concha de Oro del Festival de San Sebastián. Era El espíritu de la colmena (1973), la única producción de nuestro país incluida entre las cien mejores de toda la historia del cine en la lista de Sight & Sound.
Se consagraba así, con su primer largometraje, un cineasta que no surgía de la nada, puesto que para entonces Víctor Erice Aras había firmado ya un relevante episodio de la película colectiva Los desafíos (1969), tras destacar antes como crítico en las páginas de la revista Nuestro cine, donde había publicado importantísimos textos sobre directores como Pasolini, Visconti, Von Sternberg o Mizoguchi, entre otros.
Tardamos diez años en volver a encontrarnos con Erice en la maravillosa El sur (1983), donde su sensible indagación en las angustias de la infancia para abrirse paso entre las nieblas de la figura paterna no solo trenzaba un coherente bucle con su película anterior, sino que sostenía un nuevo proceso de conocimiento basado en la materialidad sensorial de sus imágenes.
Hermoso combate de la luz por iluminar unos fragmentos de vida, su estremecedora belleza transida de dolor era responsable de que un filme inacabado (la suspensión del rodaje impidió que se pudiera filmar en el Sur la segunda parte de su relato) aparezca –¡fascinante misterio del arte!– como una obra autónoma y con identidad propia.
Nueve años más pasaron hasta que El sol del membrillo (1992) –la mejor película de aquella década, según una encuesta de las Cinematecas de todo el mundo; Premio Especial del Jurado y premio de la Crítica Internacional en Cannes– devolviera a las pantallas a un cineasta primordial, firmante en aquella ocasión de un trabajo con el que venía a proponer una lúcida, originalísima reflexión sobre las relaciones entre el cine y la pintura a partir de su silenciosa observación del trabajo de Antonio López mientras pinta un membrillero en el jardín de su taller.
Treinta años después, cuarenta tras su anterior largometraje de ficción y cuando se cumple medio siglo desde la aurora que supuso El espíritu de la colmena, Víctor Erice regresa este año al Festival de San Sebastián para recibir el Premio Donostia y para estrenar en España –tras su presentación en Cannes– Cerrar los ojos (2023): un nuevo largo de ficción, una obra profundamente elegíaca bajo cuyas imágenes resuenan los ecos de tres largometrajes que el cineasta no pudo realizar en su día: la segunda parte de El sur, la adaptación del cuento de Borges La muerte y la brújula, a partir del que Erice escribió un libreto para un largo en 1990, y el guion La promesa de Shanghai, que el director escribió entre 1996 y 1997 para adaptar al cine la novela de Juan Marsé El embrujo de Shanghai (1993).
Pero conviene no llamarse a engaño: Víctor Erice no ha vuelto, porque en realidad nunca se fue: su correspondencia en vídeo con Abbas Kiarostami (2005-2006), sus cortometrajes Alumbramiento (2002), La Morte rouge (2006) y Vidros partidos (2012), o sus videoinstalaciones (Piedra y cielo, 2021) dan testimonio del trabajo pausado, pero incesante, de un cineasta que nunca ha establecido diferencia sustantiva entre formatos, duraciones o soportes.
Un creador absolutamente esencial no solo para el cine, sino para toda la cultura española a caballo de los dos últimos siglos.