Cuenta el estudioso de la psicopatía Robert D. Hare, en su libro Sin conciencia, que lo más desesperante de los psicópatas es su incapacidad absoluta para comprender el daño causado. Describe el eminente psiquiatra exasperantes sesiones con estas personas con trastorno mental tratando de hacerles entender la destrucción de una familia por el asesinato de su hija o la ruina de miles de personas por una estafa que han perpetrado.
Al final, Hare no solo se percató de que nunca serán capaces de entender el mal causado, sino que, además, acabó teniendo la impresión de que al decirles lo que deberían haber sentido, los remordimientos y la culpa de una persona normal, estaba enseñándoles cómo se supone que deberían reaccionar. Según el terapeuta, no tienen conciencia ni la tendrán nunca, pero son grandes actores que saben imitarla para obtener lo que desean.
Al ver No me llame Ternera, el documental de Jordi Évole -que ejerce también de entrevistador- y Màrius Sánchez que se ha estrenado en la sección Made in Spain del Festival de San Sebastián -y que se estrenará en Netflix el 15 de diciembre-, no podía evitar acordarme de ese Robert Hare que, tratando de encontrar un atisbo de humanidad donde no la hay, se acaba convirtiendo en una especie de instructor del propio asesino, mostrándole lo que debe decir para redimirse de cara a la opinión pública.
No creo que haya mala intención en este documental. No “blanquea” a ETA, si esa es la pregunta. Évole no cae en el error de sacar el tema de los GAL o de poner imágenes de archivo con sus deplorables asesinatos, lo que habría dado pábulo a Ternera para expresar su tesis de que todo fue lamentable, de que no fue su culpa, que se estaban defendiendo. ¿De qué?
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Sí creo que se equivoca el documental al mencionar en los títulos de inicio que el 90 % de las víctimas de ETA se cometieron en democracia. El propio Ternera trata de apropiarse de ese mito de la “ETA romántica” del franquismo al pregonar con indisimulado orgullo el asesinato de Carrero Blanco.
Al final queda la duda de si el carnicero Josu Ternera merecía un documental, no solo por su más que nula calidad moral, también porque resulta ser un personaje oscuro, poco interesante. El 'prestigio' del mal que propagan las películas con villanos 'fascinantes' no tiene nada que ver con la realidad.
Se entiende el interés periodístico de entrevistar a Ternera, líder de ETA durante años, el hombre que leyó el comunicado de su disolución, ahora fugado en Francia. Más cuestionable es el formato o si merece inaugurar una sección del Festival de San Sebastián, aunque sea menor.
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Como película, estamos ante un documental de una sobriedad espartana, aunque quizá no cabía otra opción. Con la excepción de la pequeña introducción y conclusión con Francisco Ruiz, víctima de ETA, el grueso del filme pertenece al propio Ternera, que durante hora y media mira a cámara con ojos aviesos, a veces atemorizantes. Évole, como Hare, trata de explicarle la brutalidad de sus actos y sus terribles consecuencias, como si de repente fuera a darse cuenta. Incluso las imágenes de archivo son austeras y puntuales, extraídas de informativos de la época, todas sobre los atentados cometidos por la banda.
No creo, como dice Rebordinos, que debería enseñarse en las escuelas, donde harán mucho mejor en ver los de Iñaki Arteta (no se pierdan Trece entre mil o El infierno vasco) en vez de escuchar a Josu Ternera, que casi nunca contesta a lo que se le pregunta, se pasa el rato echando balones fuera y trata de plantear un “conflicto” en el que, desgraciadamente, no tuvieron más remedio que matar.
Se queja Ternera de que matar no es agradable para nadie, con lo que resulta que ellos también sufrían. Y ahora, tiene que cargar con esa “mochila”. Los psicópatas de Hare con frecuencia también se quejan del “trabajo” que les dan sus delitos como si el esfuerzo también mereciera un reconocimiento.
Medem ‘reloaded’
Los veteranos del Festival de San Sebastián recordarán la edición de hace veinte años en la que Julio Medem y La pelota vasca crearon un escándalo de proporciones espectaculares. En aquel 2003 la banda terrorista aún mataba y la sangre de sus más de 850 asesinatos estaba más fresca. Hablar de un “conflicto” en el que hay dos partes enfrentadas al mismo nivel moral no era la manera de pasar página.
Y ese fue el problema del documental de Medem, que igualaba, mediante un montaje paralelo, el sufrimiento de las víctimas y el de los familiares de etarras que debían recorrer media España para visitar a sus seres queridos en prisión.
No me llame Ternera, de Jordi Évole, no se equivoca en este sentido. Évole es más listo y comienza su documental con el mencionado Francisco Ruiz, el policía municipal de Galdakao que fue tiroteado en 1976 por la banda criminal cuando protegía al alcalde Víctor Legorburu, que murió en el acto.
Lo peor, cuenta Ruiz, no fueron los disparos ni vivir con metralla en el cuerpo sino la forma en que la sociedad vasca le dio la espalda al él y a su familia y comenzó a tratarlo como un apestado. Esa revictimización, la expulsión de facto de miles de personas del País Vasco, merece mucha más atención que lo que tenga que decir Ternera que, de algún modo, no deja de explotar también el atractivo que ejerce el mal, como queda claro al ver la abundante oferta de true crime en plataformas.
La gran exclusiva del documental, ya adelantada, es que Ternera confiesa ante la cámara haber participado en este atentado y en el de Carrero Blanco. Évole, además, ve con Ruiz el vídeo de la larga entrevista al etarra, que dura hora y media.
El criminal habla como un político, no muy dotado de luces, y cuando reconoce “errores” como el atroz asesinato de Miguel Ángel Blanco da la impresión de que se refiere a errores estratégicos y no tanto morales. Por mucho que diga que “lamenta” el dolor de las víctimas, parece claro que para él no son más que peones de un juego de ajedrez macabro cuya vida tiene el mismo valor que un alfil de madera.
Lo mismo ocurre con la terrorista Yoyes, amiga suya, de la que dice que si se tomó la decisión de matarla cuando abandonó la banda debió de ser “por algo”. De la matanza de Hipercor en Barcelona, en la que hubo 21 muertos en 1987, culpa a la policía por no haber desalojado el aparcamiento cuando se dio el aviso de amenaza de bomba. Lo mismo en las masacres de Zaragoza (11 muertos, entre ellos cinco niñas, en 1987) y Vic (10 muertos, 5 menores, en 1991), donde la culpa fue de la Guardia Civil por tener a las familias durmiendo en los cuarteles. Ternera es tan maléfico, y tan mentiroso, que escucharle duele.