C. Tangana, ¡qué tipo!, el artista patrio con más éxito del último lustro con perdón de Rosalía, el “madrileño” que aún mantiene acento madrileño (esa jota) en tiempos es que está desapareciendo y se desnuda en Esta ambición desmedida, retrato del caos y la “tragedia” de su última gira.
En la película, estrenada en San Sebastián y que estará en las salas de cine solo del 26 de octubre al 2 de noviembre, conocemos a un rapero, porque se siente sobre todo rapero, al que le da miedo cantar en directo (dice una y otra vez que no sabe cantar) y que quizá para que no se note tanto monta un show espectacular con tropecientos músicos en directo y cameos de artistas como Nathy Peluso, Niño de Elche o Antonio Carmona. A lo grande. Tan grande que ni vendiendo todas las entradas puede amortizarse.
Tangana ha dicho varias veces que le da vergüenza verse en el documental porque a ratos parece un gilipollas. No tanto. Un pelo estajanovista sí, quizá también a ratos un poco mandón. Tangana, o Pucho, sin embargo, más bien te acaba cayendo simpático al final tras verlo dudar y sentirse inseguro como si no fuera un artista hiperexitoso sino un novato al que le tiemblan las piernas cuando va a dar su primer concierto.
Vemos parte de su intimidad, desde los arrumacos a su novia pasando por las conversaciones con su madre (regañona y preocupada) a cenas privadas sentimentales como esa en la que el artista le hace regalos a todo el mundo de su equipo y pide sentidas disculpas por sus flaquezas. El personaje más curioso, su guardaespaldas, amigo de la infancia, un hombre tan entregado a su causa que dice que si Pucho no está bien, él no tiene por qué estarlo.
Tangana es un artista serio, concienzudo, eso queda claro en este documental dirigido por Santos Bacana, Rogelio González y Cristina Trenas, miembros más o menos estables de su productora, Little Spain. Y el jefe es un tipo sensible que a pesar de su éxito también se duele porque se le considere un producto comercial. Lo vemos luchando, esforzándose, por no repetirse a sí mismo y ser auténtico. Ver a los grandes triunfadores sufrir siempre ofrece un cierto consuelo.
El centro del documental son esos problemas financieros porque los sueños del artista, como manda el tópico, son demasiado ambiciosos, o “desmedidos”, y su equipo se desespera mientras los costes suben como la espuma. Y la propia discográfica, Sony, por momentos se pone de los nervios y eso que están dispuestos “a no ganar dinero”, pero desde luego, es evidente, nadie quiere perderlo. Al final, todo sale bien. Esta ambición desmedida es un buen documento sobre las bambalinas de la música y un retrato notable de un personaje importante de la actual cultura española.
El viaje al son de Auserón
Si algo se echa un poco a faltar en el documental de Tangana es, precisamente, un poco más de música. Mucha hay en Semilla del son, viaje a la isla de Cuba (y Nueva Orleans) de Santiago Auserón. El exlíder de Radio Futura visitó la isla por primera vez en 1984 y hace veinte años, cuando se disolvió su famosa banda roquera, comenzó un viaje profundo a las raíces de la música española con su proyecto Juan Perro, que le llevó de manera inevitable a Cuba, la isla de las maravillas musicales.
Un largo idilio que ha cristalizado en varios discos como Juan Perro (solo o con su banda itinerante), multitud de conciertos y colaboraciones como la producción de un disco de Compay Segundo y en libros como El ritmo perdido, en el que explora la influencia negra en la música española del Siglo de Oro, o Semilla del son, en la que emprende una “misión arqueológica” por la música cubana del que este documental es un peldaño más.
La colisión entre la canción española del siglo XVII con los ritmos africanos que traían los esclavos da lugar al milagro de la música cubana, ese “son” que el músico ensalza una y otra vez como gran obra del mestizaje entre criollos y esclavos. En el documental vemos cómo Auserón, guitarra en ristre cual jovenzuelo bohemio, recorre la isla de una punta a otra para irse encontrando con músicos, a veces en la misma calle de manera improvisada, para buscar esa “esencia”, ese momento de combustión mágico en el que nace no solo el “son”, también la música moderna.
Auserón no se cansa de repetir que creció en una generación —la actual es distinta, daría para rato profundizar en ello—, muy influida por la música de Estados Unidos, el rock y el blues, que como todo el mundo sabe, surgen de la fusión de la tradición sajona y los ritmos negros. La paradoja del asunto, dice Auserón, es que esa mezcla explosiva también se dio en el ámbito hispano, con lo cual el rock e incluso el jazz deja de ser una exportación anglosajona para convertirse en parte de nuestra propia identidad. No es casualidad que Auserón termine su periplo en Nueva Orleans, que fue colonia española, laboratorio sónico fundamental de los dos últimos dos siglos como crisol de culturas.
Eric Jiménez, el batería temperamental
Sucede una cosa curiosa con el indie, que fue todo un movimiento juvenil fundamental desde mediados de los noventa hasta principios de siglo, y es que tiene pocos defensores. Desde el famoso libro de Víctor Lenore machacándolo (Indies, hipsters y gafapastas: Crónica de una dominación cultural) hasta el silencio más o menos tácito de quienes lo vivieron —muchos de ellos hoy figuras conocidas de la cultura o los medios de comunicación—, podría decirse que el indie ha quedado sepultado y por momentos, más bien vapuleado. No hay giras de revival de Los Fresones Rebeldes, nadie cita a Pavement como su influencia, tampoco conciertos conmemorativos del Donosti Sound ni suenan en los hilos musicales las canciones de Subterfuge.
El tema es largo, pero el indie no estuvo tan mal. De lo mejor que queda de la época, Los Planetas, está claro. Quizá se han mantenido mejor porque abrazaron la influencia de bandas de Estados Unidos como Sonic Youth pero siempre tuvieron un pie en su ciudad de origen, Granada, logrando una conexión más armoniosa entre la tradición española y la tendencia anglosajona, con más raíz y más personalidad. A Pedro Sánchez le encantan Los Planetas, lo ha dicho muchas veces, lo cual ha contribuido a su categoría de grupo “oficial”, respetado por el establishment, cosa que en el mundo del rock a veces está mal vista. Más allá de tonterías, una cosa es cierta, Los Planetas fueron, y siguen siendo, un gran grupo.
La importancia de llamarse Ernesto y la gilipollez de llamarse Eric está consagrado a un personaje importante de la música española del último medio siglo como Eric Jiménez, batería granadino que además de triunfar con los de Jota también lo hizo en otras bandas como la punk KGB de sus inicios o, sobre todo, con otro nombre fundamental del rock español como Lagartija Nick y su proyecto Omega, junto a Enrique Morente, que fusionó el flamenco con el rock y aún hoy sigue siendo un hito de nuestra historia musical. Por cierto, en el documental, el propio Jiménez hace una parodia, no muy amistosa, del propio indie en su versión “tontipop”, símbolo de unos tiempos sin duda materialistas y probablemente más optimistas que estos.
Eric Jiménez es un personaje peculiar. Con esa voz estentórea y carrasposa, repasa su trayectoria que es casi la misma de la música popular española después de la muerte de Franco. Después de crecer como hijo “ilegítimo” de la amante de un rico potentado, una situación que según él destrozó su autoestima, Jiménez comenzó muy joven aporreando la batería en KGB, grupo punk. Lo de aporrear va en serio, ya que siempre ha destacado por darle duro a la baqueta. Después llega Lagartija Nick, con un tono más roquero, acto seguido, Los Planetas con los que vive el éxito de discos como Una semana en el motor de un autobús (1998).
Jiménez es ingenioso, excesivo y se pasa el rato insultándose a sí mismo, con lo cual deja poco lugar a que los demás puedan criticarlo ya que él mismo desde el propio título se llama “gilipollas” todo el rato. Conocemos a un tipo sensible, torturado, incómodo con un mundo que le parece hostil en el que poco a poco parece ir encontrando su lugar. El final, sobre su feliz relación matrimonial, es emocionante. La música, espléndida.