Pero el carácter excepcional de La imatge permanent trasciende el ámbito narrativo, ya que Ferrés aprovecha su ópera prima para articular una punzante reflexión sobre la desafección y la desmemoria que se propagan por una realidad abocada al simulacro que preconizó el filósofo Jean Baudrillard. Convirtiendo a una de sus protagonistas en empleada de una compañía de marketing, y engarzando spots de propaganda electoral con imágenes generadas por inteligencia artificial, la cineasta catalana alerta al espectador del vacío sobre el que se asienta la imagen contemporánea. ¿Cómo despertar del alelamiento al que parece conducir la cultura digital? Según Ferrés, la respuesta a este crucial desafío pasa por avivar la memoria histórica y otorgar visibilidad a los sectores ninguneados por la sociedad de consumo.

Así, La imatge permanent se inaugura con un poderoso periplo por la posguerra española, en el que una adolescente debe lidiar con un embarazo. Las imágenes perfilan un claroscuro por el que deambulan unos cuerpos tocados por el quietismo de Robert Bresson, y cuando el espectador empieza a acomodarse en este registro histórico, Ferrés vuelve a romper sus expectativas con un salto al presente, que llega acompañado de un tránsito desde el drama lorquiano hasta la sorna impávida del posthumor.

Embriagada del espíritu de la modernidad fílmica, La imatge permanent pone el foco en el carácter aguerrido de la Barcelona proletaria y charnega que puebla su extrarradio. Y lo hace sin un ápice de paternalismo. Ferrés respeta demasiado a su público, a sus personajes y a sus referentes, de Luis Buñuel a Pedro Costa, como para caer en la pedagogía. Su afán, eminentemente poético, es el de hallar una imagen capaz de despertar al mundo de su alarmante extravío.