'El amor de Andrea': Manuel Martín Cuenca firma una de las mejores películas españolas del año
El director sigue los pasos de una adolescente en Cádiz interpretada por Lupe Mateo, toda una actriz revelación.
24 noviembre, 2023 02:23Algunos cineastas han construido sus personajes femeninos extrayendo de sus actrices algo más que una interpretación compositiva. Otto Preminger y Jean-Luc Godard ofrecieron en Buenos días, tristeza (1958) y À bout de souffle (1959), respectivamente, sendos ‘documentales’ de Jean Seberg que insuflaban vida y verdad a Cécile y Patricia más allá de la sustancia que sus imágenes capturaban de ambas figuras ficcionales.
Wong Kar-wai hizo algo parecido al proponer en Chungking Express (1994) un inesperado ‘documental’ de Faye Wong, una cantante de música pop rescatada para el cine, y de la que el director extrae una espontaneidad vital que contribuye a inyectar fisicidad y frescura a aquella inolvidable y joven camarera enamorada en secreto del policía que todos los días visita el diner en el que ella trabaja.
La agradable sorpresa es encontrarnos aquí y ahora, quizás cuando menos se podía esperar (dados los derroteros más bien ampulosos por los que discurre cierta tendencia del cine español actual), un caso equivalente, pues la Andrea de Manuel Martín Cuenca (El Ejido, 1964) comparte con Cécile, con Patricia y con Faye no solo su corte de pelo a lo chico y la circunstancia de ser una actriz primeriza o en ciernes, sino también el hecho de hacer posible ese milagroso mestizaje entre la persona real y la figura ficcional.
Esa rara especie de fusión alquímica que solo es posible cuando el cineasta, en lugar que querer impostar a toda costa un molde que ‘encierra’ y constriñe a su intérprete, adopta una actitud mucho más humilde; cuando el creador busca una síntesis entre persona y personaje porque confía en que la verdad sensorial, la vibración emocional y el caos de la vida fertilicen su propia invención y la lleven un paso más allá.
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Esto es lo que sucede en los mejores momentos de El amor de Andrea, cuando su adolescente protagonista (admirable Lupe Mateo: un magnífico hallazgo de casting) deambula por las calles de Cádiz, cuando recorre sus plazas y rincones con sus dos hermanos pequeños, Miguel y Tomás; cuando pasea con su amigo y compañero de instituto Abel, cuando cruza en barco la bahía en busca de un padre ausente, cuando se va a leer a la playa para llenar un tiempo vacío, un ‘hueco’ en su vida que es también la metáfora del ‘agujero’ emocional que la mueve y que la impulsa durante todo su trayecto.
Itinerario de búsqueda, reencuentro, decepción, desgarro y, finalmente, de aceptación lúcida y vital de la realidad, su recorrido es observado por una cámara discreta y atenta, respetuosa y silente, nunca intrusiva, capaz de capturar sutiles rictus de amargura y de rebeldía, de inseguridad, determinación y ternura a la vez, aleación misteriosa que no lo parece porque se expresa sin alharacas, sin énfasis, sin subrayados…
Eustache y Truffaut
En esas imágenes limpias y directas, desprovistas de cualquier retórica esteticista o melodramática, ajenas a todo resorte psicologista, encuentra El amor de Andrea su mayor fortaleza y quizás también su mayor debilidad, ahora que tantas y tantas películas se revisten de engolados o herméticos ropajes para parecer más de lo que son.
En su ejemplar sequedad emocional y en la transparencia nada ingenua de su estilo, la película entronca con Jean Eustache (Mes petites amoureuses, 1974), con François Truffaut (La piel dura, 1976), con los hermanos Dardenne (El chico de la bicicleta, 2011), con la tradición más noble de un realismo que no se conforma con filmar las apariencias meramente naturalistas de la realidad, sino que construye imágenes expresivas de sus pliegues y sus contradicciones internas, imágenes que le hablan al espectador y que no se limitan a ‘retransmitir’ ni a ilustrar una tesis preconcebida.
De ahí los reencuadres que 'aprisionan' a Andrea entre los marcos de las puertas y del pasillo en la oscuridad de su casa materna; de ahí el aire, el rugir de las olas del mar, el ulular del viento en la playa cuando la película, y con ella su protagonista, respira al aire libre, cuando las imágenes siguen a Andrea en su irrenunciable búsqueda callejera de las respuestas que no le ofrecen los adultos y que ella se empeña en encontrar. Ahí vibra el diapasón más revelador de un estilo silencioso pero capaz de capturar el pálpito interior de su tozuda y admirable protagonista.
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Hecha de apuestas radicales (está filmada en riguroso orden cronológico), pero también de lúcidas y exigentes renuncias (sin ceder al tremendismo, sin caer en chantajes sentimentales, sin aceptar la catarsis más tópica o tranquilizadora), la película viene a explorar una vez más esa herida del cine español que nunca termina de curarse: la de la orfandad y el desamparo de la infancia y de la adolescencia ante la ausencia o el silencio de los progenitores, presente ya en muchas ficciones de los años 50 y 60, doliente también durante la Transición y en numerosas producciones de Elías Querejeta –de El espíritu de la colmena (1973) hasta El sur (1983) pasando por El desencanto (1976) o Elisa, vida mía (1977)–, e incluso sangrante todavía en notables trabajos realizados por los cineastas de los años ochenta: Hola, ¿estás sola? (1995), La buena vida (1996), Una estación de paso (1992), Barrio (1998), El Bola (2000)...
Y lo hace dejándose contagiar del impulso, de la verdad y de la fuerza que nacen de esa rara síntesis entre Lupe Mateo y Andrea: los dos polos esenciales de una de las mejores películas de todo el cine español de este año, punto de inflexión quizás decisivo para un cineasta que con este filme también parece buscarse a sí mismo, decidido a explorar nuevos territorios, a ensanchar su radio de acción.