Yasujirō Ozu (Tokio 1903-1963) solo vivió 60 años pero tuvo tiempo para rodar 53 películas, 26 de ellas en sus cinco primeros años como director. Quizá la más conocida sea Cuentos de Tokio, de 1953, un título que siempre aparece en las famosas listas sobre las mejores películas de la historia y bien conocido por los cinéfilos. Cada fotograma del filme es puro cine clásico, verdadera poesía, al contar la historia de unos ancianos padres que viajan desde la provincia a la capital de Japón para visitar a sus hijos.
Allí se encuentran que todos están muy ocupados con sus propios asuntos y no tienen tiempo para hacerse cargo de ellos. Es la más conocida y quizá no sea la mejor, pero es indiscutible que todo Ozu está allí, el cineasta humanista y compasivo que capta los sentimientos de soledad, necesidad de afecto y calor de sus personajes encontrando destellos de verdadera luz.
Esos abuelos que observan desconsolados cómo sus hijos los ven como una carga y hacen todo lo posible para quitárselos de encima se convierten en un símbolo de la crueldad de las propias leyes de la vida, pero también de los nuevos tiempos que corrían en Japón y en todo el mundo después de la II Guerra Mundial.
Tiempos de prosperidad económica en los que aún resuenan las huellas del trauma de la guerra en los que comienza el mundo moderno en el que vivimos ahora, en el que todos estamos muy ocupados, cunde el individualismo y la riqueza material se convierte en el centro de las vidas. Ozu es el gran cineasta de los sentimientos íntimos, de las esperanzas y anhelos humanos más primarios y, al mismo tiempo, más invisibles para los demás, ya que lo guardamos para nosotros mismos.
Todo ello, confrontado con una sociedad como la japonesa, pero una vez más no tan distinta de las del resto del mundo, que sufre de manera vertiginosa cambios radicales que destruyen las antiguas tradiciones y el propio orden social.
El huérfano y la mujer endurecida
La protagonista de Historia de un vecindario, película que se estrena en cines restaurada en 4K con motivo de los aniversarios de Ozu, es en este sentido un personaje paradigmático de la filmografía del director. Se trata de una viuda en sus cuarenta y muchos (Chôko Iida) que por casualidad acaba haciéndose cargo de un niño que cree que ha sido abandonado por su padre. Se trata de una mujer de carácter un tanto agrio, de “mecha corta” como le dice una amiga, que al principio se muestra desdeñosa con el crío y lo regaña con excesiva dureza por hacerse pis en la cama.
Poco a poco, la viuda se irá encariñando del niño, cosa que Ozu muestra con su clásica aproximación sutil y respetuosa por los sentimientos de las personas. No hay efusiones pero sí vemos cómo el rostro de la mujer poco a poco se va transformando.
La historia del adulto con el corazón endurecido que se redime gracias a la ternura por el contacto con un mejor es un clásico de la historia del cine empezando por el propio Charles Chaplin y películas tan famosas como El chico (1921). En tiempos no tan lejanos, hemos visto esa misma historia en grandes filmes como Un mundo perfecto (Clint Eastwood, 1993), en la que Kevin Costner interpreta a un duro criminal que acaba de escaparse de la policía y se topa con un chaval que le recuerda que también tiene corazón.
O un título como la maravillosa El Havre (Aki Kaurismaki, 2011), en la que un viejo escritor que trabaja como limpiabotas encuentra un motivo de lucha cuando comienza a ayudar a un joven inmigrante sin papeles. Nombrado de manera unánime como heredero de Ozu, cosa que él siempre niega con vehemencia, Kore-eda es el gran retratista japonés de la infancia. En una película como la maravillosa Un asunto de familia (2018) vemos a una estrambótica familia de criminales en la que la relación con una niña abandonada les confiere una insospechada humanidad.
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Ozu cuenta esta "historia de un vecindario" a su manera, con el estilo contenido que le caracteriza, sin violines ni subrayados. La película, como es habitual en el maestro, logra emocionarnos de manera profunda con ese llanto final de una protagonista que después de descubrir que el mundo también puede ser un lugar hermoso jamás se comportará de la misma manera. Son varios los temas típicos de Ozu que encontramos en esta película. Por una parte, vemos a una protagonista femenina, algo no tan frecuente en la época, cosa que sería muy frecuente en su filmografía.
Ahí está la famosa “Trilogía de Noriko”, marcada por el protagonismo de la actriz y musa del cineasta Setsuko Hara. En las dos primeras películas, las maravillosas Primavera tardía (1949) y Principios de verano (1951), representa dos situaciones opuestas que son a su vez símbolo de los nuevos tiempos. En la primera, la protagonista no quiere casarse ni formar una familia para cuidar de su anciano padre. En este caso invierte los papeles ya que el mayor acaba siendo más "moderno" que su fidelísima hija.
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En la segunda, una joven decide con quién casarse sin contar con la opinión de sus padres. La ruptura de la familia convencional y la rígida jerarquía paternalista japonesa es observada desde dos puntos de vista distintos y dispares pero complementarios. Por una parte, Ozu celebra la liberación de los jóvenes de las cadenas familiares. Por la otra, como en Cuentos de Tokio, que clausura la trilogía, también se muestra compasivo con el desgarro que supone para sus mayores la nueva independencia de sus hijos.
El asunto de la infancia preocupó de manera especial a Ozu desde los orígenes de su filmografía. En He nacido pero… (1932), una de las pocas películas que se conservan de su época muda, vemos la rebelión de unos niños contra sus padres, a los que consideran burgueses y conformistas. Muchos años después, rodaría un remake de su propia película en Buenos días (1959), donde los niños hacen una huelga de hambre para protestar por la falta de espontaneidad y naturalidad de sus propios padres.
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En Historia de un vecindario el contexto también importa y mucho. Como en casi todos sus mejores filmes, el cineasta nos muestra como trasfondo a un Japón al mismo tiempo herido en su orgullo por la derrota en la guerra pero decidido a sacrificarse hasta el último extremo para remontar. Un Japón que abandona un sistema milenario de vida por el cual convivían muchas generaciones en la misma casa donde el trabajo, y el dinero, se ponen en primer lugar.
Nadie puede decir que, a pesar de que las formas sean completamente distintas, no resulta tan distinto a los profundos cambios sociales que se produjeron en los años 40 y 50 en España y el resto de Occidente, que acabarían cristalizando en Mayo del 68 y terminan hoy mismo con la célebre “guerra cultural” que marca la lucha ideológica contemporánea.