Robert De Niro y Val Kilmer, en una escena de  'Heat'

Robert De Niro y Val Kilmer, en una escena de 'Heat'

Cine

Michael Mann, el director que llevó el realismo a un punto sin retorno en 'Heat'

Desde la seminal 'Miami Vice' ha impregnado de un azul existencialista todas sus entregas. Obsesionado con la verosimilitud cinematográfica, llega ahora a su meta creativa con Ferrari.

9 febrero, 2024 02:24

Las palabras 'a Michael Mann production' sobre una pantalla televisiva adquirieron un sentido autoral en los créditos de Miami Vice (1984-1989). No había forma de ignorar quién se escondía detrás de una serie que imprimía a la caja catódica una suerte de impronta cinemática, entre el realismo documental y el formalismo estético.

Eran los años de neones rosa y azul, y el éxito de aquel show semanal en el que Don Johnson y Philip Michael Thomas ponían en jaque el negocio del narcotráfico en Florida lo empleó Mann básicamente para dos cosas: seguir haciendo televisión de calidad y realizar películas de género de insobornable personalidad. Licenciado en Literatura Inglesa en Wisconsin y estudiante en la International London Film School, su camino hacia la consolidación de la autoría no sería fácil.

Con Jericho Mile (1979), un telefilm que rodó en celuloide para que pudiera también alcanzar las salas, estableció las ambiciones y características tanto de sus inclinaciones temáticas como de su estilo, a los que se ha mantenido fiel durante cuatro décadas, innovando y experimentado con la tecnología.

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De hecho, Corrupción en Miami (2007), la película, marcaría un verdadero hito en las posibilidades estéticas del HD digital, extrayendo una belleza hasta entonces esquiva para las texturas líquidas de los códigos binarios.

Ambientes fantasmagóricos

La progresión de Mann alcanzó su esplendor con Heat (1995), quizá la mejor crónica de atracos que ha dado el cine americano. Robert de Niro y Al Pacino, por primera vez juntos en el plano, eran las dos caras de la misma moneda: perseguido y perseguidor bajo el mando de una planificación que llevaba el realismo a un punto sin retorno en un tiroteo en las calles de Los Angeles.

Mann destiló su azulado existencialismo en los rostros y ambientes fantasmáticos de una ciudad que se ofrecía como paradigma de la post-industrialización y la hostilidad urbanas, donde la soledad del individuo ocupaba el centro atmosférico del drama. El enfebrecido romanticismo como vía de redención o perdición, también en El último mohicano (1992) o Enemigos públicos (2009), propulsa a unos personajes vapuleados por el destino.

Ya en el sublime ‘neo-noir’ Ladrón (1981), James Caan había encarnado al individuo enfrentado al sistema (el del hampa), como también en la operística El dilema (1999), la primera de sus dramatizaciones de acontecimientos reales, donde el punto de vista subjetivo nos adentra en la mente del hombre que se enfrentó a la industria tabacalera.

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En la extraordinaria Madhunter (1986), primera aparición de Hannibal Lecter (Brian Cox), Mann mostraba un espectáculo de colores vibrantes, ángulos extremos, abruptos jump-cuts y movimientos desenfocados que se convertirían en marca de la casa, así como el empleo de la música como angst existencial. Su obsesión por la verosimilitud cinematográfica le condujo hasta los confines nocturnos de Collateral (2004), que grabó con cámaras digitales de alta exposición para capturar la iluminación natural nocturna.

Vanguardista en las formas y clasicista en los dramas, Olivier Assayas coloca a Mann a la altura de Bresson, Tarkovski o Hou Hsiao-hsien, y cuya poética, al decir del crítico Gavin Smith, aglutina la meticulosidad de Kubrick, la sensibilidad de Antonioni, la demencia de Herzog y la energía de Sam Fuller. ¿Alguien da más?