La vieja y olvidada guerra en la antigua Yugoslavia vuelve a la actualidad con esta película serbia, La patria perdida, dirigida por Vladimir Perišić (Belgrado, 1976). En ella se plantea la resistencia interior contra el gobierno despótico de Slobodan Milošević en el año 96 cuando anuló unas elecciones municipales que había perdido, desencadenando protestas masivas.

Milošević acabó muriendo en una celda de la Haya cuando iba a ser juzgado por crímenes de guerra tras un sangriento conflicto que duró diez años, de 1991 hasta 2001, y que dejó entre 120 y 200 mil cadáveres. Todo esto en su delirio por evitar la desintegración de la ex Yugoslavia y someter a Croacia, Bosnia y Montenegro al poder central de Belgrado, en una especie de pseudodemocracia formal de tipo dictatorial similar al modelo de Putin, ultranacionalista y antioccidental.

En tiempos como los actuales, el conflicto entre la vieja democracia liberal y el autoritarismo populista y nacionalista se reedita en la sanguinaria guerra de Ucrania y explota no solo en países de escaso recorrido democrático sino en el corazón mismo de Occidente, con el ascenso de Trump y el éxito de la extrema derecha en Europa.

En este contexto, La patria perdida más que una película histórica, que lo es, parece casi una distopía sobre lo que puede pasar en el futuro próximo si la ola autoritaria logra imponerse. Como sucede con frecuencia con las películas históricas, es una reconstrucción del pasado pero también, o sobre todo, una severa advertencia.

Entre la familia y la razón

La patria perdida cuenta el conflicto desde una perspectiva colectiva, la lucha del pueblo serbio por su liberación y alcanzar la democracia, pero también íntima. El protagonista es Stefan (Jovan Ginic), un chaval de unos 16 años que lleva una vida burguesa junto a su madre, Marklena (Jasna Đuričić).

¿Se puede ser un monstruo en la vida pública y una buena madre? Hace muy poco, una película brillante como La zona de interés, de Jonathan Glazer, planteaba en toda su crudeza los límites de la indiferencia al mostrarnos la irritante vida cotidiana de la familia de Rudolf Höss, el capo de Auschwitz. Ajena a la barbarie que se comete al otro lado de la valla, su familia “disfruta” una vida de comodidades cuidando el jardín y organizando juegos.

La comparación puede parecer exagerada, pero no lo es mucho, o sino que se lo digan a los más de ocho mil bosnios musulmanes que los serbios mataron en Srebrenica en 1995, tan solo un año antes de los hechos que cuenta La patria perdida. Películas maravillosas como Grbavica, de Jasmila Žbanić (2006), sobre las violaciones masivas de serbios a mujeres bosnias, o En tierra de nadie, de Danis Tanović (2001), una demoledora sátira sobre el sinsentido de la guerra, ya nos mostraron de maneras muy distintas la dimensión de la tragedia.

En el filme de Perišić vemos cómo la madre protagonista, esa Marklena fría como el acero pero cariñosa en la vida íntima, quiere de verdad a su hijo y, cuando le dice que “todo lo hace por él”, aunque no está teniendo en cuenta su propia vanidad, lo más probable es que a su manera esté siendo sincera. El problema es que su hijo, el taciturno Stefan, se junta en el colegio con un grupo de chavales que está en pie de guerra contra el pucherazo en las elecciones.

El auge del autoritarismo

La retórica de Milošević, de la que Marklena se convierte en alquimista, recuerda mucho a la de Trump, Putin o Milei aunque aquel fuera un gobierno socialista. El autoritarismo entiende poco de izquierdas y de derechas y nunca deja de ser sorprendente cómo cambia el mundo, la época histórica o el país donde se produce, pero el guion es casi siempre el mismo.

La patria perdida a veces le sobra “sutileza” y voluntad de ser “elegante” para acabar de ser convincente como la “gran tragedia” política y simbólica que acaba planteando. Ese exceso de contención no quita que refleja con talento y buenas armas narrativas cómo la polarización extrema y la manipulación política por desgracia nunca se quedan en conflictos abstractos sino que acaban destruyendo las vidas de la gente.

En España lo pudimos comprobar de manera clara con la Guerra civil, no tan distinta en muchos aspectos al drama que desangró a los Balcanes y al que Occidente se asoma con tanta prisa con una imprudencia que deja estupefacto. Ya dijo Santayana aquello de que los países que olvidan su historia, están condenados a repetirla. En este caso, Serbia somos todos, o podríamos acabar siéndolo.