La argentina Narcisa Hirsch (Berlín, 1928 - San Carlos de Bariloche, 2024) está emergiendo del olvido total, una marginalidad impuesta por su lugar de creación (el Sur) y lo periférico de su obra, entre el cine, la pintura y el happening. Pero es injusto, creo yo, que hoy hablemos de ella como un “descubrimiento”.
Al fin y al cabo, Hirsch llevaba creando de forma regular y políticamente muy activa desde los años sesenta y en tiempos de dictadura; si acaso será un descubrimiento para un canon artístico jerárquico y de lógica patriarcal.
Su nieto, Tomás Rautenstrauch, también al cargo de la Fundación Narcisa Hirsch, opina por el contrario que reivindicarla sólo es cuestión de tiempo: “Se empieza por el barrio”. Tomás recuerda las palabras de otro programador argentino, “era una cineasta del carajo”. Y a las cineastas “del carajo” no se las olvida tan fácil…
La artista falleció hace apenas un mes, el 4 de mayo a los 96 años, de forma que “el éxito ha llegado materialmente tarde, porque no ha podido viajar a todos los festivales que justo ahora la están descubriendo”. En 2020, tuvo una retrospectiva en el Museo Reina Sofía coordinada con Documenta Madrid, y cuatro años más tarde ha sido la Mostra de Cinema Periférico de A Coruña (S8) quienes la han traído de vuelta.
“Pero ella nunca persiguió la fama”, concluye su nieto, que piensa que fue justamente la completa separación de los círculos generalistas lo que garantizó su independencia: “Hoy es muy difícil producir arte en ese silencio”.
Los dos nacimientos de Narcisa Hirsch
Narcisa Hirsch tiene dos nacimientos artísticos. Primero, cuando a finales de los años sesenta coincide con el influyente crítico Jorge Romero Brest, que había decretado la muerte de la pintura de caballete. Hirsch, hija de Heinrich Heuser, pintor expresionista, toma su dictamen y sale a la calle realizando happenings en colectivo junto a la Unión de Cineastas de Paso Reducido (UNCIPAR), organizadas en torno al Instituto Goethe y al Instituto Di Tella.
Destaca Manzanas, de 1968, en el que repartieron centenares de frutas entre la multitud de Buenos Aires, enunciando simplemente: “Esta manzana es distinta a la de todos los días / hacemos la obra con la gente / la obra es el momento compartido”.
En la grabación de la performance, la incredulidad entre agradecida y mosqueada de quien las recoge conforma un tapiz social absolutamente agudo de predictadura. O Muñecos (Have a Baby), un año antes, que era como las manzanas, pero con quinientos bebés de plástico en miniatura. Allí las reacciones son un auténtico cuadro.
Quizás la más popular sea La marabunta, ritual orquestado la noche del estreno de Blow Up de Michelangelo Antonioni (1966): fue una ceremonia de antropofagia colectiva alrededor de un esqueleto de seis metros, recubierto por completo de fruta y comida, que contenía en su interior palomas y cotorras vivas pintadas con colores fosforescentes, que salían volando a medida que la gente comía.
Los primeros pasos en el cine los da con las filmaciones de estos happenings, cuya edición “le permite ‘cocinar’ las imágenes, de lo que queda fascinada”. Pero Narcisa Hirsch nunca abandonaría la intervención artística del espacio público. Aún durante la dictadura militar, a principios de los ochenta, empezó a pintar con grafiti. Podía, porque según ella misma, “como era una señora medio elegantona, si aparecía la policía no le daban bola. No parecía vandalismo”.
Cuenta su nieto que, de hecho, en 2017 mandó construir una enorme estatua de una rata de dos metros, sobre su correspondiente base de cemento, en la plazoleta de Bernardo de Irigoyen y San Juan, en Buenos Aires, “en homenaje a la suciedad del lugar, dejado por la administración”. Recuerda también que “fue un alto ejecutivo quien le dijo: ‘Señora, usted en Argentina no tiene nunca que pedir permiso. Usted haga nomás. Los permisos siempre se solucionan después”.
Una cineasta libre del carajo
El segundo despertar de Narcisa Hirsch llega en 1967, cuando asiste al estreno en Nueva York de Wavelength, de Michael Snow, aquel zoom de 45 minutos sobre la fotografía de una ventana. Como sigue Tomás Rautenstrauch, su abuela “estaba viéndola y en un momento se sintió completamente torturada, muy incómoda… Hasta que recordó que la película duraba 45 minutos, que eso no era interminable. Entonces, se relajó. Y cuando se relajó se dio cuenta de que había ganado al desconocido total, que lo podía habitar cómodamente. Esto la encendió”.
Rautenstrauch es también cineasta y explica: “El cine experimental no te da nada a lo que agarrarte, eso es muy incómodo pero también muy revelador. Te devuelve a una cierta inocencia”. Tres años después de ver Wavelength, Narcisa Hirsch ya se había puesto manos a la obra como cineasta experimental y ya había rodado su particular zoom interminable, Come Out, con música de Steve Reich.
La artista picoteó de todas partes, desde el cine estructural hasta un cine más sensorial o poético, pasando por la abstracción. Y siempre a partir de temas que le son propios: el cuerpo femenino, la tradición argentina y el paisaje patagónico, humano y natural.
En Canciones napolitanas (1971), una gran boca en primer plano con los labios pintados de rojo (hipérbole de lo femenino) devora lentamente un hígado crudo y pasa a comerse luego una tarjeta postal, con canciones napolitanas románticas de fondo… La feminidad como acto de body horror.
En Ama-Zona (1983) una mujer se despoja de la piel de su pecho, se transfigura y se arma con un arco y una flecha. En A-dios (1989) construye un universo legendario de guerreros en un homenaje explícito a los hombres, a quienes dedica la película.
Lo mitológico, en una intersección entre paisaje y géneros, se encuentra en el origen de una cosmología fantástica completamente única y plagada de referentes, como vemos en el patchwork literario de Rumi (1995), sobre textos del poeta sufí del siglo XIII, o en el planeta salvaje de Myst (2019), una relectura intimista de Zulawski.
Cómo amistar a la autora con su obra
La programadora de (S8) Elena Duque destaca de Narcisa Hirsch atributos que hoy cantamos sobre Agnès Varda: “Tenía una curiosidad inagotable y una apertura desprejuiciada a lo que le rodeaba. Toda su obra está atravesada por la alegría y por el juego y, a veces, por un sentido del humor manifiesto, y siempre en la voluntad de experimentar con la forma, de probarlo todo y de entregarse a cada cosa que hacía”.
Además, como escribe con delicia en el catálogo del certamen, “acercarse a la figura de Narcisa Hirsch es ver alguien que pareció vivir plenamente, que aprovechó todo lo que tuvo y que, además, se atrevió a hacerlo todo siendo mujer en un mundo de hombres. Acercarse a sus películas es ver a la artista y también al ser humano, en convivencia indisoluble y generosa”.
“Hay en su cine una autenticidad y una libertad permanentemente jóvenes”, añade Tomás Rautenstrauch, que me explica que ella cultivó siempre un hondo sentido de la comunidad. Hirsch solía montar cenas semanales con jóvenes cineastas y programadores en su taller, donde proyectaban películas comiendo helado, de postre, y luego discutían hasta altas horas de la noche.
Junto con Claudio Caldini, “fue una auténtica madrina para la joven generación de cineastas de los dos mil”, que tras el vídeo se enamoraron del formato Super 8 en el videoarte, pero no aún no sabían emplearlo. Generosa, comunal, arriesgada. ¿Cuánto tardará en ser celebrada por fin ante el gran público?