Tim Burton (Burbank, California, 1958) siempre ha sido un cineasta insólito. Por una parte, es un “autor” en toda regla, un director con un mundo personal propio y perfectamente reconocible. Ese mundo está a medio camino entre el surrealismo, los mundos fantásticos e “imposibles” de Escher, el pop americano, lo “gótico” victoriano y una reinterpretación del imaginario de terror y creepy de la cultura de masas.
Al mismo tiempo, Burton es un cachorro de Hollywood y sus películas, caras y producidas por los grandes estudios, se lanzan como grandes blockbusters. Títulos como Bitelchús (1989), su segunda película y su primer gran éxito, Eduardo Manostijeras (1990), Pesadilla antes de Navidad (1993) o Ed Wood (1994), por citar solo las mejores en una filmografía por lo general brillante, cimentan la leyenda del hombre que quiso ser un artista en Hollywood y lo consiguió.
En 1989, cuando Bitelchús se convirtió en un enorme éxito mundial. Burton aun era un desconocido para el gran público, pero la película ya construía de manera sólida las bases de su mundo visual y moral. Por una parte, la idea de la fantasía, lo mágico, en un mundo racional y descreído en el que los adultos, al crecer, pierden la capacidad de tener imaginación.
Por la otra, frente a esa realidad “civilizada” y encorsetada que desprecia lo que no puede ver, la figura del rebelde, el “distinto”, que irrumpe en la formalidad de los convencionalismos sociales para dejarlos hecha trizas y revelar sus costuras.
Un personaje rebelde que dará lugar a sus más maravillosas creaciones. Ese “Manostijeras” andrógino interpretado por Johnny Depp con un corazón de oro y alma de artista que acaba siendo aniquilado por una colectividad que condena la diferencia, o ese Jack Skeleton de Pesadilla antes de Navidad que quiere redimirse como príncipe de la oscuridad cambiando la Navidad y fracasa en el intento. Sin olvidar al inolvidable Ed Wood, el director de cine sin talento cuyo entusiasmo y amor por el cine le redime.
Burton busca la luz en la oscuridad y encuentra la oscuridad de la luz. La belleza está en los márgenes, en los incomprendidos que no logran integrarse porque no saben manejarse en las hipocresías de la vida. Frente a una realidad prefabricada y Mr. Wonderful, reivindica que lo que nos hace humanos no es la perfección si no, precisamente, lo contrario.
El regreso de Bitelchús
En aquel primer Bitelchús se contaba la historia de un matrimonio (Alec Baldwin y Geena Davis) que tras fallecer en un accidente de coche se convertían en fantasmas y regresaban a su casa en un pueblo perdido a seguir con sus vidas.
Sus problemas comienzan cuando en la vivienda se instala una familia adinerada de Nueva York “expulsándoles” al ático. Tras numerosos intentos de asustar a los indeseables inquilinos haciendo valer su condición de fantasmas y no conseguirlo, acababan contratando a Bitelchús (Michael Keaton), un “zombi” como ellos, pendenciero y deslenguado, experto en utilizar técnicas mucho más agresivas para conseguir lo que quiere.
Bajo su apariencia de comedia fantástica familiar, Bitelchús escondía una ácida crítica al turbocapitalismo de la era Reagan y a cómo había devorado el alma de la sociedad estadounidense. En vez de tener miedo, los adinerados neoyorquinos ven una oportunidad de negocio para ganar dinero con los fenómenos paranormales y lo usan para impresionar a sus amistades.
Solo la hija adolescente, Lydia (Winona Ryder) es capaz de ver a los fantasmas. Como dicen en un libro que es una especie de guía “para los fallecidos recientemente” de constante consulta por parte de los espectros noveles, la inmensa mayoría de los adultos no pueden verlos porque han perdido la capacidad de sorprenderse y detectar lo extraño o mágico de la vida.
Treinta y cinco años después, Burton regresa a Bitelchús para contar una historia distinta, una especie de versión desmadrada de ese universo, al que explota visualmente con todas sus consecuencias. Sin duda, en aquella primera película creaba un mundo que valía la pena seguir explorando.
Las escenas situadas en el mundo de los muertos, con hombres decapitados, mujeres descuartizadas por el accidente que les costó la vida y gigantes con cabezas jibarizadas, merecían mayor atención. Aún hoy, esas escenas, constituyen el mayor hallazgo visual de Burton y son puramente artísticas, de una profundidad y belleza sublime.
En la nueva película, la adolescente Lydia (Ryder) es una mujer adulta que se ha hecho famosa con un programa de fenómenos paranormales en el que explota sus dotes para conectar con el más allá. La trama arranca cuando fallece su padre y la familia debe reunirse para el funeral.
Su madrastra, Delia (Catherine O’Hara), que en la primera película era una artista sin éxito sobre la que se hacían constantes bromas, se ha vuelto famosa y respetada. Y como novedad hay una hija de Ryder universitaria (Jenna Ortega) que no se habla con su madre y está traumatizada por la muerte de su padre.
Y también hay un novio de Lydia que suelta sin parar frases “new age” con el que la película se burla de la obsesión por el “psicologismo” que ha invadido a la sociedad, donde todos son “traumas” y “emociones reprimidas”.
Una fiesta del cine
Bitelchús Bitelchús es una fiesta, una celebración gozosa del puro cine y de su maravillosa capacidad para crear mundos y realidades fantásticas. Con una trama menos clara que la de la primera parte, que funcionaba casi como un cuento, aquí Burton se suelta el pelo sin complejos para exprimir a fondo todas las posibilidades artísticas y visuales de ese mundo que él mismo creó.
Por una parte, ese Bitelchús al que también vale la pena rescatar en la primera parte para darse cuenta de cómo han cambiado los tiempos, hoy ya no podría ser putero ni acosar a una menor. El “punk” de Michael Keaton, fanfarrón, mujeriego y rey de la mugre, vuelve a ser un personaje secundario pero también el más carismático, el rey del desorden y el caos que pone patas arriba ese “mundo civilizado” que el director insiste en desmontar en casi todas sus películas.
Por la otra, aquí la adolescente no es la única que puede ver a los fantasmas si no que al revés, se niega a creer en las facultades sobrenaturales de su madre. Y Ryder, felizmente recuperada al cine, interpreta con matices y sensibilidad a una mujer atormentada que ha ido perdiendo la autoestima. Muy graciosa y entretenida, visualmente explosiva e hipnotica en su representación del mundo de los muertos, esta película es una joya.