Como todos los reyes, el matador Roca Rey es un ser solitario. Lo es en el minibús, adulado por su leal cuadrilla, camino de la plaza o de regreso al hotel tras jugarse la vida en la arena. Lo es en la habitación, embutiéndose en el traje de vino y oro, o rumiando su impaciencia en el ascensor, o calzándose la montera detrás del burladero… su soledad es lo primero que sentimos.



Es lo más evidente de lo que imaginemos que sea estar en la piel de la figura número uno del toreo actual. Lo demás, su grandeza y su valor para “entregarse” al toro (esto es, arrimarse a los pitones en la lidia más que ningún otro), es inalcanzable. Este hombre ("sobrehumano", le dicen) destila soledad en cada plano de la película, de frente, tarde tras tarde y toro tras toro, en el centro emocional y sangriento de Tardes de soledad.

Es madrugada profunda en San Sebastián y hay pocas cosas más interesantes que hacer que aceptar la invitación de Albert Serra. Es su noche y no quiere que termine. "Yo no duermo. Que se duerman los retrasados mentales que no han entendido nada". Se refiere a la película que acaba de presentar a competición en el 72 Festival de San Sebastián, aunque es posible que, con su acento gironense hiperbolizado, se refiera a todo lo demás: a los toros, al cine, a la cultura, al país en el que vivimos.

Casi siempre habla en aforismos. Algunos, incluso, los han estampado en camisetas para la legión de admiradores que, lenta y persistentemente, se ha ido granjeando con los años de una filmografía en principio solo al alcance de la "inmensa minoría". Se ha comparado con Salvador Dalí, con Rainer W. Fassbinder, con Goethe y hasta con Santa Teresa de Calcuta. "Porque yo doy mucho y a mí nadie me da nada".

-¿A qué te refieres?

-Mi cine, mi arte, viaja a Cannes, a Japón, a Estados Unidos, a todo el mundo… Yo doy al cine español todo lo que no tiene. Pero ninguna de mis películas hasta ahora la ha comprado la televisión pública española. Esto no le pasa a Almodóvar, ¿no?

En el Festival de San Sebastián ha demostrado, cuanto menos, que cumple sus promesas. O sus apotegmas. Fue en noviembre de 2016, en el restaurante Puerta Grande de Sevilla, compartiendo mesa con un pequeño grupo de cinéfilos y admiradores y periodistas. Se había enfundado un chaleco de luces y daba capotazos al aire. Dicen que estaba sobrio. Existen documentos gráficos del momento. "Algún día haré la mejor película de toros que se haya hecho nunca", dijo. Con esta película ha cumplido con su palabra. Ha esculpido un antes y un después en la historia de nuestro cine.

Tardes de soledad es un retrato microscópico de la esencia de la lidia. No hay en él fiesta ni folclore, es decir, todo aquello que ha cargado la tauromaquia filmada de gestos barrocos y fandangueros. Las imágenes, el relato mínimo, se desprenden de todo oropel, lo esquiva y neutraliza. La primera escena es nocturna, la única del filme, un morlaco en la dehesa iluminado por la luz de la luna. La atención no está tanto en el hocico babeante y la cornamenta, ese primer plano desde el que parece observarnos, sino en el peso de su respiración.



El sonido se hace con el discurso. Lo que nos espera es una película sobre el aliento de la muerte, la medida sin tregua del hombre y la bestia en la arena. La rutina del miedo y la soledad y la muerte. Arranca con el toro en la noche y clausura con el hombre en la tarde que lo ha degollado.

La primera, segunda y hasta tercera vez que uno tiene oportunidad de pasar un rato en su compañía es fácil pensar que hay un 80% de pose y el resto de verdad. Al cabo de los años, de los encuentros y las confidencias, esa tasa se ha invertido. La verdad de Albert Serra es genuina. Una virtud que escasea. Es volcánico y arrogante y tremendamente lúcido, incluso cuando se equivoca. Uno diría que es extraordinariamente generoso en sus tratos con la prensa, pues no parece callarse nada ni dejarse atrapar por los filtros de la corrección.

"Lo políticamente correcto es un nuevo catecismo a la inversa", le explicó en una estupenda entrevista a la revista mexicana Letras libres. Su coraje no es insensato, más bien de naturaleza intelectual. Sabe que es el mejor de los cineastas españoles ("y de los mejores del planeta") y además no se cansa de repetirlo y de escucharlo. Su cine, siempre estrenado en el Festival de Cannes excepto esta última película —"cuyo destino natural tenía que ser España", dice—, se arropa en el prestigio y el talento de un modo a veces completamente consciente. 

"Qué grande eres, mi alma", dice Chacón, banderillero, "qué ser humano increíble". Roca Rey apenas mueve el gesto, ni para torcerlo ni lo contrario, cuando una y otra vez es presa de los arrebatos de adulación. La película, con hechuras de documental, aunque sea otra cosa, insiste en retratarnos a su protagonista en la burbuja de la condición de semidiós que le han otorgado.



Hay algo que Serra no quiere que se le escape al espectador en el retrato de su matador: "¿Te has fijado que hay un momento en el que le dicen que se ha librado de la muerte porque no se la merece? Esto que suena tan básico, es en verdad muy tremendo y muy profundo". Es lo primero que señala de su película cuando le digo que la he visto dos veces en un día, en el pase de prensa matinal y en el de gala vespertino. En el primero hubo algunas pequeñas "estampidas", espectadores que abandonaron "porque deben ser muy sensibles"; en el segundo el silencio fue litúrgico. En ambos se escuchó una sonora ovación final. 

Decía Andre Gide: "Todo está ya dicho pero, como nadie atiende, hay que repetir todo cada mañana". El filme toma la estructura de la reiteración, de la repetición. En su hueso es como una corrida de toros, con sus seis suertes a lo largo de la tarde, sus pequeñas variaciones. Se muestra como reflejo de la vida del torero, que cada tarde se enfrenta "a la renovación de su prueba de valor".



Es el antes, el durante y el después de la faena. Sus tensiones y sus silencios. El modo en que Roca Rey vive en el alambre. Rodado en sucesivas tardes en Las Ventas y La Maestranza, el filme captura tres cogidas, una de ellas realmente escalofriante en la que el bóvido estampa al torero de oro contra las tablas, embolsando el ancho de su cuerpo entre la cornamenta asesina. "Es increíble que me haya dejado escapar…", rumiará estupefacto después a su cuadrilla, aunque no deje de ser una reflexión para sí mismo. 

A ese semidiós cuyo rostro aniñado y andrógino rompe con el estereotipo visual del torero macho-alfa, no ha querido conocerle Serra. "No serviría para nada. Apenas comimos juntos un día para convencerle de que debía dejarse poner un micro en el traje, porque si escuchamos lo que dicen en la arena, todo cambia". Y efectivamente, una de las singularidades que eleva la naturaleza de rara avis en Tardes de soledad es el insólito privilegio de escuchar el lenguaje propio de los toreros, aquello que se comunican (“¡cumbre, cumbre!”, “arrastra al natural”, “fíjalo contra las tablas”, etc.), los miedos y las preocupaciones.

Y, sobre todo, el estímulo constante de quienes le rodean y trabajan con él, la admiración infinita. Chacón lleva la voz cantante, es su confidente: "Con el primer toro has callado bocas, y con el segundo la van a mamar", le comenta en la entrebarrera de Las Ventas, esperando su siguiente faena.

No ha sido un proceso fácil. Especialmente el trato con apoderados y con el entorno, "que sabe mucho de lo suyo, pero de cine no tienen ni idea, y es muy difícil convencerles de que esto es positivo para ellos". Sin duda, escuchar a Roca Rey preocupado en el burladero del coso madrileño por las reacciones de la crítica a su primer toro —"Creo que lo he dejado escapar… si no hubiera tardado tanto en caer…"—, quizá no sea del mayor agrado para el matador peruano y su entorno, pero el filme hace algo especialmente mágico, casi inconsciente, con el espectador escéptico o detractor de la fiesta.



Sin haberlo pedido, quizá sin siquiera darse cuenta, le obliga a sentir la emoción del drama en la plaza, su tensa inquietud, su perturbación frente al riesgo, que hiela la sangre, es decir, todo aquello que palpita en el público taurino. "Es, en definitiva, una película que crea afición", le comento. "Yo también lo creo. Me van a llover los burofax, pero la película está hecha, y es insuperable".

El respetable es precisamente lo que está oculto en el rodaje de la lidia. Los planos filmados con teleobjetivos (hasta siete cámaras diseminadas por la plaza) aprisionan al hombre y al mamífero rumiante, cuyos estremecedores mugidos cuentan su propia historia, en el espacio donde se negocia la suerte de ambos. Nunca habíamos visto los gestos de capote y muleta, el hundimiento del estoque o la expiración del toro, su último aliento, con tanto detalle.



Es una sensación casi física la que provocan las imágenes en combinación con los sonidos, aquellos que escuchan los propios protagonistas. El trabajo de edición es de una atención descomunal. Tanto en sus ficciones como en el documental, Serra se caracteriza por rodar horas y horas, libremente y sin atender a hermetismos, y encontrar la película en el montaje. "Mi trabajo realmente consiste en componer la mejor película posible, que es una y nada más", asegura. Es un proceso de descomposición, de tentativas y frustraciones, cuya naturaleza es casi científica.

Como no podía ser menos de un artista que se toma lo políticamente correcto como un catecismo dado la vuelta, o sea, para subvertirlo, Serra se declara "protaurino" sin ambages. No parece estar muy de acuerdo con ciertas decisiones ministeriales determinadas a jubilar una tradición arcaica, anacrónica, si queremos, y que aún con todo nos sigue en cierto modo definiendo.



"Durante el proceso de montaje aún me he hecho más protaurino —reflexiona­—. He tratado de responder a la pregunta de por qué considero la tauromaquia un arte, o si tiene sentido considerarlo así. Llego a la conclusión de que va más allá del aspecto plástico y formal. Quizá no es un tanto un arte como una performance absoluta, porque se enfrenta a la vida de una forma muy poderosa, en bruto, y el riesgo a morir se integra por completo en la rutina del torero". 

Es una película que nos da la historia ya hecha para que no podamos enmendarla, pero detrás de su aparente transparencia oculta muchos otros significados. En una entrevista para los canales de difusión del propio festival, en el mismo día de la presentación del filme, explicaba: "La inmensa mayoría de documentales que se hacen te dan respuestas a preguntas que ni siquiera has formulado. Y que además no me importan. Yo no he hecho eso. Solo he puesto la cámara como testigo y eso debería bastar para entender la imposibilidad de hacerlo de otra manera. No se puede filmar el drama ni la muerte de otro modo. Tiene que ser la cámara la que capte esto, porque explicado en palabras no se entiende, o se entiende poco, de forma muy limitada. La mejor descripción de los actos físicos está en el poder de la cámara".



El cine de Serra recuerda en ello a los pioneros del cinematógrafo, deslumbrados por un arte, una técnica, que nacía para registrar el movimiento, capturar los cuerpos inscritos en el flujo del tiempo. Los bloques de lidia en Tardes de soledad no se alejan demasiado de la emoción que podían producir, hace 140 años, las cronofotografías de Marey y Muybridge, descomponiendo el galope de un caballo o los movimientos de un atleta. La apuesta elemental del filme remite a la prehistoria del cine, cuando todo estaba por inventar. Tardes de soledad exhibe su condición seminal con apabullante determinación.

Siempre ha sostenido el autor de Honor de cavalleria, esa transgresora adaptación del Quijote con la que debutó hace casi veinte años, que él nunca escoge sus proyectos, que son el resultado de lo que le proponen, encargan o sugieren. Confía plenamente en su equipo, los amigos y paisanos de su querida tierra natal, Banyoles, con los que trabaja y se divierte desde siempre. Esa es su más firme lealtad. Con la que se expresa a través del cine. Incluso publicó un ensayo sobre las virtudes de la vida provinciana, la única capaz de producir “seres humanos interesantes”.



Pocos cineastas han volcado tanta personalidad, tanto de sí mismos, en sus proyectos, aunque traten sobre mitos y personajes históricos (El cant dels ocells, Historia de mi muerte, La mort de Louis XIV, Liberté), estén rodados en las antípodas de su casa (Pacifiction) o narren el viaje heroico de un torero. Hay algo en el entramado creativo de Serra, en su mirada, que ni siquiera sus sempiternas gafas oscuras pueden ocultar.

Tampoco se desprende de las gafas en la madrugada de San Sebastián, en busca del único local abierto en la ciudad para agotar la celebración. Serra camina por el bulevar rodeado de gente a la que conoce y no conoce, de todas las edades, estudiantes, periodistas, profesionales de la industria, españoles y extranjeros. La publicación británica “Pop” ha enviado a un joven fotógrafo para que le siga durante su itinerario por el certamen donostiarra.

Se llama Francis y dice que no han reparado en gastos para la portada del próximo número, que la fascinación que genera Serra lo justifica. Uno lo ve del todo claro entonces, sobre todo al recordar sus palabras a la revista Letras libres: "Soy un artista que no tiene amor, soy hijo único, no tengo familia, no tengo pareja, y todo mi mundo es el que yo he escogido, mis amigos, la gente que trabaja conmigo…". Su mundo es su arte.

-Entonces, Tardes de soledad es también tu autorretrato, ¿no?

Serra ralentiza el paso, levanta la cabeza y la inclina para asentir. Parece tan evidente que no tiene ni que articularlo. La soledad del torero es la soledad del artista. Su soledad en la cumbre.