Justified: La ley de Raylan (2010-2015) emitió su último episodio hace ahora ocho años. Tras seis temporadas en antena, la teleserie creada por un tipo tan fiable como Graham Yost -entre sus créditos figuran las totémicas Hermanos de sangre y The Pacific– logró erigirse como un icono de la narrativa pulp gracias a la combinación de un puñado de elementos que, por un lado, eran rápidamente identificados por los espectadores asiduos a los relatos hard-boiled (se producía un inmediato efecto de reconocimiento) y, por otro, lograba acariciar el aura de lo genuino sin ser particularmente novedosa.
Pero ¿cuáles son esos recursos que hicieron de esta producción de FX un hito televisivo? Y, lo más importante, ¿cómo han negociado con ese pasado David Andron y Michael Dinner en la continuación que esta semana estrenó en nuestro país Disney +, Justified: City Primeval?
Yost y su equipo de guionistas (entre los que ya figuraba David Andron, además de Taylor Elmore y Chris Provenzano que repiten en esta peculiar secuela) ampliaron las potencialidades de una novela corta de Elmore Leonard, apenas sesenta páginas, titulada Fire In The Hole, protagonizada por el Marshall Raylan Givens, personaje creado por el escritor radicado en Detroit que ya había hecho acto de presencia en dos novelas anteriores, Pronto (1993) y Riding the Rap (1995).
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No resulta casual que el propio Leonard estuviese involucrado en el proceso de escritura de la serie – hablamos de la mejor adaptación de su material neo-noir si exceptuamos Jackie Brown (Quentin Tarantino, 1997) y Un romance muy peligroso (Steven Soderbergh, 1998) - habida cuenta del respeto por su idiosincrasia estilística, sustentada en una narrativa seca y violenta, de cadencia ágil y atravesada por diálogos punzantes.
A esa manera de contar fibrosa - es decir, desprovista de aditivos innecesarios, limpia y fuerte pero sin excesos musculares, tan propicia para adaptaciones audiovisuales como demuestra el interés por su obra de directores tan dispares como John Frankenheimer, Richard Fleischer, Delmer Daves, Budd Boetticher, Martin Ritt, Paul Schrader o Abel Ferrara- se sumaba una curiosa mixtura genérica en la que las tramas policíacas -siempre con un inequívoco sustrato noir- se empapaban del imaginario del western representado por un agente judicial al que el propio Leonard ya describía como “un cowboy que nació cien años después de su época”.
Entre sus muchas virtudes, y pese a lo rocambolesco de algunos de sus argumentos, Justified: La ley de Raylan supo utilizar un motivo recurrente – el regreso del héroe a un hogar en el que ya no es bienvenido- para describir con precisión esa América profunda representada por el condado de Harlan (Kentucky), una región poblada por rednecks, traficantes, neonazis descerebrados y demás tarados cuyos hilos vitales se entrecruzaban para tejer una atmósfera viciada.
Justified era un ejercicio de narración pura, con un ritmo vibrante, réplicas que sonaban como disparos, una galería de villanos inolvidable, buenas dosis de violencia y un reparto que rezumaba carisma
Ese ambiente sofocante, asfixiado por una neblina que difuminaba las fronteras entre la ley y la justicia y en el que la corrupción se filtraba por cualquier rendija del sistema, constituía el caldo de cultivo ideal para que germinaran algunos de los mejores villanos de la historia reciente de la televisión, desde la pareja formada por Avery Markham (Sam Elliot) y Katherine Hale (Mary Steenburgen) al plasta de Wayne Duffy (Jere Burns), pasando por Robert Quarles (Neal McDonough) o la inolvidable Maggs Bennett (Margot Martindale).
Con esos mimbres Graham Yost acertó en armar un reparto cuyos máximos exponentes aportaran a sus roles un peso histórico que difícilmente habrían ganado de no estar interpretados por Timothy Olyphant y Walton Goggins. El Raylan Givens de Olyphant nos mostraba el reverso canallesco, locuaz y no menos expeditivo del íntegro e impertérrito sheriff Bullock que encarnó en Deadwood (David Milch, 2004-2006).
Frente a él se encontraba alguien en quien los espectadores eran capaces de reconocer las artimañas del agente Shane Vendrell de The Shield (Shawn Ryan, 2002-2008), ahora transmutadas en las altas dosis de violencia y astucia aplicadas por el supremacista Boyd Crowder, dos tipejos tan temibles como atrayentes a quienes prestó su rostro es enorme actor que es Walton Goggins. En resumen, Justified era un ejercicio de narración pura, con un ritmo vibrante, réplicas que sonaban como disparos, una galería de villanos inolvidable, buenas dosis de violencia y un reparto que rezumaba carisma.
Ahora, tanto tiempo después, el guionista Dave Andron y el realizador Michael Dinner (otro veterano de la serie matriz) recuperan la figura de Givens sin emborronar sus rasgos de autenticidad. Digamos que las modificaciones son cosméticas. En primer lugar, parten de otro relato de Leonard (City Primeval… en el que no aparece Raylan) para mover a nuestro agente judicial predilecto de Miami a Detroit.
El cambio de ciudad, provocado por un accidente fortuito que termina en una detención y el posterior traslado de uno de los reos, deriva en un nuevo retrato ambiental marcado por los tonos azules y grises, como si cada fotograma hubiera sido bañado en una solución color acero oscuro en clara referencia a la industria del motor que tradicionalmente ha alimentado a la ciudad más grande del estado de Michigan: de los paisajes semirurales de Kentucky a los decorados urbanitas de Detroit (luego hablaremos más sobre fotografía).
Por más que Raylan Givens (impecable Timothy Olyphant) sea el único elemento de continuidad con respecto a las entregas primigenias, Andron y Dinner reconfiguran el resto de tropos que hacían de Justified una serie diferente dentro de un género ampliamente cultivado dentro de la teleficción. A los espacios recurrentes (la comisaría) y la (re)construcción de nuevas relaciones que son idénticas a las anteriores (la camaradería policial), se añade un antagonista que no desmerece a sus antecesores, un argumento principal deliciosamente enrevesado y unas líneas de diálogo que bien podría haber escrito el malogrado Elmore Leonard (“ha resultado ser más turbulenta que el jacuzzi de la mansión Playboy”).
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La disposición del relato superpone dos tramas unidas por la figura terriblemente atractiva de Clement Mansell (Boyd Holdbrook), un ladrón violento y sin escrúpulos, roquero febril, cuya desafiante socarronería le convierte en un ser amoral e instintivo al que las consecuencias legales de sus actos – incluidos la tortura y el homicidio- le preocupan bastante menos que una mala versión de The Stooges hecha por un grupo aficionado.
Él será el responsable de cepillarse a un juez de dudosa conducta en posesión de una libreta que más que una libreta parece el álbum de cromos de la liga de los corruptos, álbum en el que figura media ciudad, incluidos altos magistrados, policías y tipos con reputaciones con más manchas que las sábanas de Regan MacNeill.
Como una extorsión múltiple le sabe a poco – intenta sacarles pasta a algunos de los que aparecen en tan codiciado coleccionable- también se sirve de su novia Sandy (Adelaide Clemens) para darle el palo a un joven inocentón cuyo único problema es pertenecer a la mafia albanesa, agrupación étnica que lleva muy mal lo de que le rompan el corazón a uno de sus miembros, sobre todo si ello implica un intento de robo.
La gracia de Mansell está en que le importa entre poco y nada que le persiga la policía judicial, que los albaneses quieran usarlo para hacer qofte o que alguno de sus improvisados socios (ojo al papel de Vondie Curtis-Hall) decida venderlo a cambio de la tranquilidad que supondría verle muerto. Como una apisonadora conducida por un mono borracho, Mansell se enchufa una cinta de los White Stripes -no olviden que estamos en la tradición del Detroit roquero que arranca con MC5 y The Stooges- y va arrasando con todo lo que se le pone por delante (de hechos, su lema podría ser ‘Search and Destroy’).
Así pues, los que teman encontrarse con algo diferente a lo que les ofrecía la vieja Justified, quédense tranquilos, City Primeval les dejará tan contentos como a Raylan Givens un Stetson por su cumpleaños. Lo que no quiere decir que esta secuela no aporte algunas novedades. La primera tiene que ver con la carga erótica. Esta vez hay menos mujeres (fatales o no) y los deslices sexuales de Raylan se reducen a una abogada cuya edad y aspecto físico están tan alejados de los cánones de la serie (nada de bellezas sureñas) como de la estética dominante.
Dicho esto, la Carolyn Wilder que encarna Aunjanue Ellis es magnífica: derrocha seguridad para esconder sus dudas, cuestiona sus actos porque teme a sus clientes (aunque lo oculte) y trata de actuar con justicia, aunque eso suponga atentar contra la deontología profesional (Justified siempre fue una serie en la que el sentido del honor era más importante que el código penal).
Precisamente, de la relación entre el diseño de personajes y la dirección de fotografía a cargo de Jeffrey Greeley surge una de las secuencias tipo de la serie, una conversación entre Carolyn Wilder y Raylan Givens situada en el último episodio, justo después de que ambos hayan cometido un acto reprobable no solo desde una perspectiva legal sino también moral.
Ese cambio en sus procederes se refleja en una iluminación que les oscurece la mitad del rostro (foto superior), como si una mancha oscura y maligna se hubiera apoderado ellos, hasta entonces defensores de cierta ética profesional más allá de imposiciones y normas. La corrupción se infiltra en las imágenes y en la psique de unos personajes que deberán dar marcha atrás si quieren que su integridad permanezca intacta.
La otra gran novedad que presenta City Primeval es la aparición de la hija de Raylan (interpretada por Vivian, la hija de Olyphant) que marca el arranque de la serie (3 episodios) y que funciona como perfecto contrapunto de un protagonista al que la edad empieza a pasarle factura (la rebaja del componente sexual también está directamente relacionada con la presencia de Willa Givens).
Los guionistas demuestran cierta habilidad para hacerla desaparecer de la función -se convierte en un riesgo para su padre y nos brinda una de las secuencias más tensas del show en el tercer episodio- y tino para devolvérnosla en un final tremendamente jugoso en el que se flirtea con el cierre de la saga (sucede en una Miami bañada por la luz del sol, en un barco que navega plácidamente, con el mar asumiendo el significado de límite insalvable cuando se asocia con el imaginario del western) para, acto seguido, en un delicioso giro que no vamos a desvelarles, devolvernos el gozo por la serialdad, porque las historias que nos gustan no acaben nunca.
Larga vida a Raylan Givens.