El escenógrafo y figurinista Vitín Cortezo.



Para la mayoría, el poso que deja una noche de farra es una monumental resaca, pero para otros es una materia prima excelente que luego tallarán con el cincel de la creatividad. A esta segunda categoría perteneció Víctor María "Vitín" Cortezo (1908-1978), el escenógrafo y figurinista que más veces ha colaborado en el Teatro María Guerrero y Teatro Español. Este viernes, el Centro Dramático Nacional inaugura en la sala Francisco Nieva del Teatro Valle-Inclán una muestra con sus trabajos, titulada Del auto sacramental a la vida perdularia, comisariada por Andrés Peláez, director del Museo del Teatro. Precisamente Nieva dijo de él: "El teatro fue su vida y no su estrategia para vivir", aunque se formó como pintor y en un principio no pensaba dedicarse al mundo de la escena. "Él decía que se había metido en el teatro porque no había que madrugar", explica el comisario de la exposición. La frase resume a la perfección la personalidad bohemia y festiva de Cortezo, que fue un personaje clave de la noche madrileña.



"Mi padre, médico; mi abuelo, el famoso doctor Cortezo, con monumento en el Retiro, calle en Madrid y Toisón de Oro impuesto por Alfonso XIII". Con semejante pedigrí y protegido por el director Luis Escobar -monárquico, falangista e intelectual intocable del régimen franquista-, Cortezo pudo ejercer sin problemas su profesión, por mucho que se hubiera iniciado en el teatro en un montaje de Mariana Pineda, de Lorca, dirigido por Manuel Altolaguirre para el II Congreso de Intelectuales y Escritores Antifascistas celebrado en Valencia en 1937. La elevada posición de su familia permitió a Cortezo mostrarse abiertamente homosexual, actitud que no le causó problemas con las autoridades más allá de la anécdota: "Cuando había redadas de homosexuales, él se subía el primero a la furgoneta policial porque decía que luego se quedaba sin sitio para sentarse", cuenta Peláez.







Cortezo se dedicó más al figurinismo que a la escenografía, porque le permitía explotar sus dotes de pintor. Sus grandes aportaciones al vestuario teatral fueron el uso sin complejos del color, "en una época en la que los hombres vestían exclusivamente de negro, gris y marrón" y la introducción de nuevos materiales, como el mimbre, las telas de saco y de tapicería, elementos muy innovadores para los años cuarenta. Su carácter visionario le debía mucho a los frecuentes viajes que había realizado por Europa en la década de 1930, "en una época en la que casi nadie viajaba". Conoció a numerosos artistas como a su amigo y protector Bob Gesinus, discípulo de Kokoschka, a Jean Cocteau, Nicolás Evreinov y Natalia Gontscharowa. "Volvió de Europa con los ojos impregnados de todo lo que había conocido", asegura Peláez.



Durante los años cuarenta trabajó mucho con los directores Luis Escobar y Huberto Pérez de la Ossa. Uno de sus primeros encargos fue La cena del Rey Baltasar, de Calderón. "Vistió a los personajes como en una opereta vienesa o como si fueran del mundo del music hall. A través de esos guiños se reía de la censura, que se preocupaba más por el texto o determinados aspectos de la dirección. En la Orestíada o Electra vestía a los personajes con trajes que parecían de flamenca. Rocío Jurado se los habría puesto encantada".







En general, cuenta Peláez, la censura no se ensañó especialmente con el teatro. Escobar, que dirigía el Teatro Español, procuraba que la cartelera española se pareciera al máximo a lo que se programaba en Europa: Chéjov, Ibsen, Arthur Miller, Tennessee Williams... "Si a la censura no le gustaba demaisado una obra, lo más que hacía era prohibir que se radiara o que saliera a las provincias. Con el público de Madrid tenían cierta consideración", explica el director del Museo Nacional del Teatro. Aún así, Escobar se vio en algún aprieto por culpa de la desvergonzada espontaneidad del figurinista. En 1949, en el ensayo general de la Santa Teresa de Marquina, que era la despedida de las tablas de la actriz Lola Membrives, se oyó entre bambalinas un estruendoso "¡Madre, madre, perdóneme porque soy una puta!", ante lo cual el director no tuvo más remedio que ordenar la bajada del telón, comenta divertido Peláez.



En los años cincuenta colaboró en numerosas ocasiones con José Tamayo, y en los sesenta y setenta, con Luis Alonso, Miguel Narros, Cayetano Luca de Tena, Gustavo Pérez Puig, José Osuna y Ángel Fernández Montesinos, hasta su muerte en 1978. Su amigo el poeta Juan Gil-Albert le escribió una "antinecrológica" en la que recordaba el poema que le dedicó Luis Cernuda, que actuó en la primera conexión de Vitín con el teatro, aquella Mariana Pineda de Valencia: "Gracias amigo, bien vaya / donde quiera que estés y te acompañe / Dios, si es que quiere".





Un poema de Luis Cernuda



(poema 31 de Desolación de la Quimera)



AMIGOS: VÍCTOR CORTEZO

Lo bueno, si breve, bueno dos veces.

¿Es cierto? Tal vez. Pero no siempre.

Una vez en tu vida cierto fuera:

Una amistad breve y dichosa,

Tan breve y tan dichosa

Como, al lado del mar, trago de aire salado,

Como el blancor que brota la rama del peral en junio.



Bastante más de veinte años hace ahora.

Ocurrió en un solsticio de verano,

Cuando en su tierra y en la tuya

(V. C., tu amigo, es uno de esos españoles admirables

Compensando que tan poco admirables sean los otros)

Otra guerra civil os suicidaba.



Bienhumorado, sólo su pronta risa

Y simpatía generosa,

Firmes, constantes siempre

(Espadas bien templadas

Que para el juego deportivo sirven

Igual que en la defensa),

Para ti transformaron e hicieron tolerables

Esos odiosos días.



A diario, en el hotelucho

En que ambos parabais,

Oías a medianoche

El ascensor, subiendo

Al piso donde algún sacripante del Partido

Subía a por nueva víctima.



Él mismo, una mañana

No se hallaba en su cuarto

De donde le llevaron cuando la madrugada

Peregrinaste en su busca



Delegaciones, oficinas innúmeras,

Desesperando por su vida,

Sujeta, como todas las vuestras,

A aquella muerte entonces

Más que ordinariamente perentoria.



Y lo encontraste luego vivo,

De regreso en su cuarto,

Saludándote con un dicho risueño,

Uno de aquellos que solía

Regalarte, precioso

Entre tanta desolación, temores tantos.

Un polizonte desde entonces,

A espera abajo, en el vestíbulo,

Seguir solía afuera vuestros pasos.



Cuán fácilmente tú aceptabas

El don de su amistad, su compañía,

Sin maravillarte ante ellas,

Como lo milagrosamente natural se acepta, sin asombro.

Hoy, cuando el tiempo ha pasado, lo recuerdas,

Percibiendo el asombro entonces no sentido.



Por eso le das gracias y disculpas.

Cómo el recuerdo afectuoso

Hacia el amigo ausente o ido

Bien raro es que tarde vaya

A lo pasado. Éste tuyo de ahora

Esperas que compense,

Para él, tu silencio de entonces.



«Gracias, amigo», dices. «Bien te vaya

Donde quiera que estés y te acompañe

Dios, si es que quiere».

Que tu recuerdo siempre le sonría,

Tan lejos tú, a este amigo que ahora

Escribe para ti, tardíamente, estas palabras.