Blanca Portillo en una escena del montaje. Foto: Sergio Parra

El estreno de La vida es sueño por la Compañía Nacional de Teatro Clásico el pasado viernes había despertado gran expectación en el Festival de Almagro. La Compañía respondió al desafío con un espectáculo respetuoso con el texto, con la época y con el espíritu de la obra. Nada que ver con esos montajes modernos en los que un clásico se utiliza solo como gancho y excusa para lanzar proclamas actuales. Su directora, Helena Pimenta, ha optado por llevarnos de la mano de Calderón a un lugar donde la palabra, dicha magníficamente en verso, es vehículo sublime de belleza, emoción, filosofía y religión.



Pimenta cuenta la peripecia de Segismundo con un ritmo y un pulso escénico trepidante, pues la atención no decae ni un solo instante en las cerca de dos horas que dura el espectáculo. La pieza de Calderón, en tres actos, ya tiene una narración ágil pero Juan Mayorga, autor de la versión, ha eliminando reiteraciones y retocado algunos pasajes menos brillantes. El otro gran pilar del espectáculo es el elenco que ha logrado conjuntar la directora, capitaneado por Blanca Portillo y reclamo de esta producción, pero arropada por actores de la solidez de Joaquín Notario (en el papel de Basilio), Pepa Pedroche (Estrella), Rafael Castejón (Astolfo), Fernando Sansegundo (Clotaldo) y David Lorente (Clarín). Una joven actriz, Marta Poveda, da vida a Rosaura.





Es atroz la historia de Segismundo, príncipe desventurado a quien su propio padre, el rey Basilio, condena a una prisión desde su nacimiento porque los hados han predicho que será un tirano como gobernante (en nombre del buen gobierno pueden tomarse muchas decisiones injustas). El juego que establece Calderón entre la realidad de Segismundo y el sueño en el que le hacen creer que vive por momentos es el núcleo argumental de la obra, juego que decide los diferentes estados de ánimo del personaje: cuando vive en prisión como una fiera se comporta paradójicamente de forma melancólica, pero furiosa y autoritaria si es príncipe en la corte real. Es un prodigio ver a la Portillo cambiando de temperamento, sutilmente, sin que en ningún momento reparemos en que es una actriz en un personaje masculino, sino un pobre y frágil hombre traicionado por su padre, sin amor ni amigos, solo en el mundo.



El soliloquio del segundo acto y la escena final son dos grandes momentos para ella, por cómo dice el verso, claro, comprensible, natural y por cómo lo siente. Tras despertar en nosotros hondos sentimientos de piedad, vemos como el autoaprendizaje de Segismundo le conduce a administrar debidamente su libertad y como su sacrificio acaba teniendo su recompensa: el buen gobierno y la dicha de todos. Es, sin embargo, la escena en la que se encuentra con Basilio, en la que le reprocha su proceder y en la que se desencadena el conflicto con su padre, la que me produjo un nudo en la garganta. Me quito el cráneo ante esta señora, pero tambien ante su antagonista, el señor Notario, por su estilazo y presencia escénica, y por la poderosa voz con la que la naturaleza le proveyó y el buen partido que le ha sacado.



Hay un personaje precioso en esta historia, a partir del cual Calderón desarrolla una segunda trama: Rosaura. Lo interpreta Marta Poveda, una guapa actriz de voz grave y en ocasiones frágil que consigue, a pesar de su juventud, medirse bien con sus experimentados compañeros, que no es poco.



El buen gusto de la estética del espectáculo es obra de Alejandro Andújar, Carmen Mancebo y Esmeralda Díaz. La escenografía se inspira en la arquitectura palladiana tardía, pero con evocadoras influencias de los palacios del Este de Europa construidos en madera (la obra tiene lugar en Polonia). Reproduce la sala de un palacio con una trampilla en el suelo de la que emerge Segismundo cuando conviene. El figurinismo presenta a los personajes de la corte de Basilio vestidos según lo hacían en la de Carlos II, con trajes negros y, lo más llamativo, con unas pelucas de largo pelo lacio para los hombres que sorprenden pero que son bastante fieles a la época. También ronda un aire de inspiración flamenca a lo Van Dyck.



El público despidió en pie y con un largo aplauso la obra y los actores agradecieron emocionados, algunos con lágrimas, la calurosa acogida. Este montaje hace justicia al mejor texto del teatro español, corran a verlo cuando abra temporada en el Pavón de Madrid en septiembre no vayan a quedarse sin entradas. Les aseguro que no olvidarán este viaje al centro del alma del teatro español.