Image: La Celestina: lujuria, amor y muerte

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Escenarios

La Celestina: lujuria, amor y muerte

Mariano de Paco y Eduardo Galán llevan el clásico al Fernán Gómez

28 septiembre, 2012 02:00

Un momento de La Celestina del Fernán Gómez.

De una conferencia de Mariano de Paco Serrano, sobre el erotismo y la atracción fatal, podía deducirse las líneas maestras de su visión de La Celestina, la alcahueta que llegó a inspirar a Picasso uno de sus famosos cuadros: una hechicería sofisticada, "una bruja rural y una hechicera urbana" que guardara en su rara mirada todos los secretos del placer y del poder. La fuente de la lujuria urgente y el carpe diem horaciano es, en buena medida, el espíritu conductor de la versión de Eduardo Galán, que antes ha contado, por ejemplo, con Cela o García Montero: una Celestina de luz y de tinieblas, una energía que rompe los fundamentos de una sociedad fronteriza. "Disfruta de la juventud antes que la vejez arruine tu belleza", aconseja la hechicera. Y Melibea se lamenta: "cómo no gocé más del gozo". Más y antes.

El texto inmortal de Fernando de Rojas tiene muchas lecturas y su riqueza es inagotable. Desde el final de la Guerra Civil hasta nuestros días, puede que supere el medio centenar de montajes; de Tamayo y Luca de Tena, a Marsillach y Angel Facio y todos los grandes de la interpretación. La Celestina es el clásico por excelencia, la referencia de España junto con el Quijote y el Don Juan: un loco, un follador incontinente y una alcahueta. La verdad es que con estos ángeles custodios no nos ha ido tan mal; peor podría haber sido. Aunque la obra de Fernando de Rojas tiene su perfil muy definido se ha usado siempre a beneficio de la ideología dominante; en la posguerra era espejo de los valores de virtud y castidad de la mujer española; más tarde, la rebelión de los pobres. La Celestina que cautivó a Cervantes, aunque le pusiera pegas morales, vuelve con dirección de Mariano de Paco (dos veces finalista en el Premio Paquiro), reforzada con la música de Tomás Marco; y asentada en la veteranía de Gemma Cuervo, a la que acompañan Olalla Escribano, Alejandro Aristegui, Juan Calot... Nunca entendí la frase cervantesca, "libro en mi opinión divino si encubriera más lo humano"; precisamente en la capacidad para iluminar la raíz humana del conflicto reside la fortuna de La Celestina, más que una tragedia de amor, una comedia de tercerías o una historia de lujuria tórrida y avaricia: el espíritu renacentista. Es también un desafío para un escenógrafo; los lugares varios donde la acción se desarrolla deben consolidar un proceso narrativo coherente. El jardín de Melibea no es más humano que los desvanes de la casa de la alcahueta donde fornican putas y criados. El templo, la calle, la casa de la vieja, el desván de la fornicación... El cine tiene resuelto ese policentrismo, pero el lenguaje escénico ha de inventárselo: funcionalidad y poesía, localización y metáfora, según de Paco son las claves de la escenografía de David Loaysa y las luces de Pedro Yagüe.

Nuevos elementos de liberación

Cada vez que se anuncia la obra de Fernando de Rojas, la vieja puta reduplicada por el eco -puta vieja, puta vieja, puta vieja- nuevas perspectivas y nuevos elementos de liberación iluminan el texto. Hace apenas media docena de años, Robert Lepage, en un intento que se reveló poco adecuado al mundo celestinesco, se apoyó en Nuria Espert; parecía una baza segura. Se quedó en un ejercicio de estilo. Viene ahora la versión de Eduardo Galán y De Paco y, como de costumbre, La Celestina suscita una larga serie de reflexiones no sólo sobre la literatura y el teatro españoles, sino sobre la literatura universal y las fronteras de los géneros; el texto de Rojas pone a prueba la capacidad de síntesis iluminativa de un director, la naturaleza de unos intérpretes y la capacidad centrípeta y centrífuga de un espacio escénico. Y, sobre todo, las dimensiones de una actriz, Gema Cuervo, que no podía soñar mejor ocasión como broche de una larguísima carrera. La frase de Calixto "Melibeo soy y a Melibea adoro" es más que una declaración de amor; es una teoría esencial de la interpretación, a la que, en opinión del director, sirven todos los intérpretes.