Image: Festival de Otoño

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Escenarios

Festival de Otoño

Tres décadas entre el teatro pedagógico y el ‘acontecimiento'

26 octubre, 2012 02:00

Un momento de Hans was Heiri, de Zimmermann & de Perrot.

El Festival de Otoño de Madrid celebra su 30 edición con un nuevo y peculiar formato. El dúo suizo Zimmerman & de Perrot abrirá el miércoles una programación que se extenderá hasta junio y que irá incorporando nuevos montajes progresivamente. ¿Es ésta la puntilla al certamen? Ignacio García May reflexiona sobre sus orígenes y sobre la función actual del festival: "Aquel primer lustro cumplió una labor pedagógica apasionante, pero hoy es hoy..."

Hay quien detesta la Navidad; despierta perdidos recuerdos de infancia y subraya soledades presentes. Dicen que es la época del año en que más gente se suicida. También existe gente a la que no le gusta el verano. Como su vida se reduce a un trabajo obsesionante, aborrecen ese periodo vacacional en el que se ven obligados a enfrentarse consigo mismos.

Yo detesto estas fechas de octubre porque sé que es el momento del año en el que los compañeros de El Cultural me llaman para que escriba sobre el Festival de Otoño.

No pretendo hacerme el gracioso: desde luego esta cuestión no llega a atormentarme como para pensar en hacerme el seppuku, pero lo cierto es que en determinadas ocasiones la actualidad periodística no sólo no resulta dinámica sino que se vuelve cachazuda. Sobre todo cuando, como sucede en este caso, nos enfrentamos a una celebración cultural que no sólo no se regenera sino, que cada vez que cambia, es para volverse más delirante que antes. Mi opinión sobre esto no es popular ni simpática ni tiene la menor voluntad de serlo, pero es que ya no está uno para bromas: el Festival de Otoño fue indispensable para el teatro español en sus primeros años pero se ha convertido hoy no sólo en algo prescindible sino también, y sobre todo, en paradigma de lo que está mal en la forma de hacer política cultural en este país.

Ya en 1984, el editorial de un diario madrileño (entonces estos temas aún se consideraban merecedores de un editorial) se preguntaba "si la cultura en esta comunidad -como, por cierto, en toda España- necesita mayor cuidado en la base -en la enseñanza, en la divulgación- que en el acontecimiento". Algunos nunca hemos dejado de hacernos esta pregunta. En aquellos días había una excusa, y era, no sé si justa, pero sí suficiente: el teatro español, aislado en gran medida, y por culpa de su historia, de cuanto había sucedido en la modernidad, necesitaba como agua de mayo aquel chaparrón de fabulosas novedades. Tuvimos que aprender en cuatro o cinco años lo que otros países habían desarrollado en medio siglo y aquel primer lustro del Festival cumplió una labor pedagógica apasionante que nunca nos cansaremos de agradecer.

Pero hoy es hoy; el teatro español genera todos los años formidables espectáculos grandes y pequeños que compiten en calidad artística con los de cualquier otro país e incluso los superan. No se trata aquí de prescindir de la creación internacional para aparcarse en el aldeanismo: los grandes espectáculos de otros países pueden incorporarse a las programaciones regulares de los teatros públicos sin mayor obstáculo si realmente lo merecen. Y si son comerciales, que lo hagan a taquilla, como cualquier hijo de vecino, y poniéndose a la cola.

Lo enojoso es la sistemática ausencia de contrapartida: el Festival de Otoño o, lo que es lo mismo, la Comunidad de Madrid, invierte cantidades enormes de dinero (dinero madrileño, si es que aún podemos decir cosas como ésta) en espectáculos fashion para un público privilegiado y con tendencia a la endogamia, pero hace un esfuerzo que comparativamente sólo podemos calificar de raquítico en la promoción internacional de nuestro teatro. Y esto es así porque en el fondo de todo persiste esa impresión, tan típica y estúpidamente española, de que no somos lo bastante buenos. Esto ya lo contó el gran Berlanga, de otra manera que es la misma, en Bienvenido, Mr. Marshall: los españolitos con boina agitan las banderas de esos americanos (o alemanes, o ingleses, o de dónde coño sean) que vendrán a cumplir la tarea mesiánica pero que siempre, siempre, pasan de largo.

Nuestra política cultural, en resumen, y pese a toda su monserga de campaña permanente, no se fía de nuestra producción cultural; y no se fía porque traslada su propio y descomunal complejo de inferioridad a quienes no sólo no lo tenemos sino que tampoco lo necesitamos ni lo queremos. Vayamos aún más lejos: este trato de criminal infravaloración de la industria teatral española ha llegado a ser posible porque un sector de la propia profesión ha pensado, durante años, exactamente igual que esos políticos. Grandes directores, célebres actores, estupendamente ubicados en ese inmundo y desesperante caciquismo que es la verdadera estructura profunda de cuanto sucede hoy en España, y que padecen un miedo pánico a las generaciones que vienen empujando. Y conste, por si algún cínico se lo estaba preguntando, que ni siquiera estoy hablando de la mía, que ya no es una generación joven, sino de las que están desembarcando ahora mismo en nuestros escenarios con un empuje y un talento dignos de mejor causa.

Se me dirá, acaso, que el Festival de Otoño también ha dedicado espacio a la creación local. Y entonces contestaré con carcajadas que podrán escucharse fuera de nuestras fronteras: porque esa cicatera cuota que cada año se reserva a los de aquí es aún más vejatoria por lo que tiene de paternalismo, de gesto aparentemente magnánimo con el que camuflar el íntimo desinterés hacia nuestros creadores. El Festival de Otoño debería desparecer; pero no para inventarse luego otra milonga de la misma especie, sino como preludio a la extirpación definitiva de esa política de "acontecimientos" a la que aludía el editorial antes citado, y la subsiguiente instauración de una estrategia cultural en profundidad, de estado, no de partido. Mientras tanto, ¿cómo tomarse en serio algo que lleva dos años llamándose Festival de Otoño en Primavera sin el más mínimo pudor y que ahora pretende ocupar el año entero (¡las cuatro estaciones!), como si compráramos una lavadora a plazos?