Compay Segundo. Foto: AP



Se cumplen 10 años de la muerte del legendario guitarrista y cantante cubano, máximo representante del son, que tras atravesar un periodo de ostracismo fue rescatado del olvido por Ry Cooder y Santiago Auserón | Warner lanza un recopilatorio que resume su extensa trayectoria




"Yo nací en Siboney, en la provincial de Oriente, donde el sol es más caliente". Lo cantaba Compay, jacarandoso, recordando sus orígenes en aquel pueblo donde jugaba con cangrejos. "Les ataba a laticas con los hilos que sacaba de las sandalias que tiraban los gallegos que vivían al lado de mi casa". Allí vio el mundo por primera vez en 1907, con el nombre de Máximo Francisco Repilado Muñoz, y casi se fumó un siglo entero. La muerte le alcanzó en 2003, con 95 años, un 14 de julio. Este domingo se cumple pues el 10° aniversario de su despedida.



En ese tiempo Compay Segundo dejó un rastro intermitente de fulgores y silencios, que al final, gracias sobre todo a Ry Cooder y su emblemático proyecto Buenavista Club Social (1997), en el que rescató la música tradicional cubana que se hacía antes de la revolución, alcanzó un reconocimiento y una repercusión a la altura de sus méritos. Pero al César lo que es del César: Santiago Auserón, que desde los 80 rastreaba los orígenes del son cubano, ya antes (1996) había producido con La huella sonora una antología que repasaba toda su obra. Ahora Warner, con motivo de la efeméride redonda ha lanzado un álbum que resume en 20 temas la carrera del carismático músico, con versiones como Enamorada y Malagueña de Agustín Lara, el Guantanamera de Joseíto Fernández y composiciones propias: Te doy la vida, Te apartas de mí y, cómo no, Chan chan.



Esta última canción es la que escogió Cooder para abrir su disco recopilatorio, que se alzó con varios premios Grammy. Compay era un fósil viviente (muy viviente y muy enérgico) de aquella época prerrevolucionaria, envuelta en la leyenda romántica. El guitarrista norteamericano, que lo conocía de haberlo escuchado en vinilos adquiridos en tiendas de Nueva York, cuando se enteró de que todavía estaba vivo se fue corriendo a buscarle: "Compay era lo quedaba del son auténtico. Él tenía el sentimiento, la esencia".



Compay se encaprichó de la guitarra con siete años, en 1914, cuando entró en su casa el músico Sindo Garay. "Bajó del tren y llamó a la puerta para preguntar si podía asearse un poco. Después de hacerlo alguien le pidió que tocara una cancioncita. Fue la primera vez que escuché este instrumento y me emocionó". Dos años después se trasladó con su madre y sus siete hermanos (eran cuatro mujeres y cuatro hombres) a Santiago de Chile. Allí había trabajo y posibilidades de abrirse nuevos caminos, mientras que Siboney, tras la guerra colonial, había ido quedando desplazada de las rutas de minerales.



En Santiago vivían frente a una tabaquería, lugar donde el músico empezó a ganarse la vida. Una profesora de violín le pidió un día que le acompañara con su guitarra. Cuando se dio cuenta que Compay no tenía ninguna formación y que tocaba de oído, le sugirió que fuera a ver al director de la banda municipal de Santiago de Chile. Entró como educando y aprendió a tocar el clarinete, instrumento que compró a su empleador en la fábrica con la manufacturación de 5.000 puros a cambio.



Pero Compay nunca dejó la guitarra. En realidad, el armónico, un instrumento que se sacó él mismo de la manga al fundir el tres cubano (guitarra con tres pares de cuerdas) y la guitarra española: le quedó un guitarra de siete cuerdas de la que ya no se separó nunca más. Rasgueando este artificio y con su voz de barítono, se fue haciendo un hueco en las emisoras cubanas, en formaciones como Cuarteto de Trovadores Orientales y el Cuarteto Huatey. Aunque fue en los cuarenta, junto a Lorenzo Hierrezuelo, con el que formó el dúo Los compañeros, el periodo en el que cobró mayor celebridad por toda Latinoamérica. De esta época data su nombre artístico. Compay era una manera coloquial cubana de decir compadre. Y lo de segundo le viene porque con su voz articulaba los tonos bajos sobre los que se lucía Hierrezuelo.



En 1955 se separan y la trayectoria de Compay, a partir de ese momento, atraviesa un prolongado tramo de discreción. Funda un nuevo grupo al que bautiza Compay Segundo los muchachos. La revolución de los barbudos le pilla con el armónico en la mano. Solía rememorar aquella curiosa circunstancia, divertido: "Estábamos grabando un disco en un estudio de la calle San Miguel, muy cerca del Palacio y empezamos a escuchar los tiros. No paramos. Por eso digo que a mí no me cambia una nota ni un tiro ni una bomba".



Justo antes del rescate de Cooder, un periodista cubano contaba que en un concierto de Compay y sus muchachos en la Habana el público asistente lo constituía una pareja. Y nadie más. En esa época los pocos escenarios que pisaban eran los del algún hotel, para amenizar veladas a los turistas. Pero Buena Vista Club Social relanzó la carrera de ese ramillete de portentos de la música de raíz cubana, cuyos sones procedían de África y durante varias décadas muchos de ellos tuvieron que ganarse la vida como liadores de tabaco ("Estuve 18 años liando Montecristos, sin faltar un solo día", recordaba Compay), chóferes e incluso limpiabotas, como Ibrahim Ferrer.



Con Compay la justicia poética jugó su papel redentor. Gracias a Auserón y Cooder hoy su música no se ha extraviado en las grutas del siglo XX. Y cada vez que suena una isla entera vibra sobre el mar Caribe. El cariño que tenemos nunca te lo vamos a negar, Compay.