Surfistas de última ola
Fotograma de La ola (2008), película alemana de Dennis Gansel
Wilhem Reich, el encantador psicólogo marxista que llamó "orgón" a la fuerza revolucionaria que adquiríamos gracias precisamente al orgasmo, escribió en 1933 Psicología de masas del fascismo. Muchos ortodoxos comunistas lo pusieron de vuelta y media pero la verdad es que supo afrontar oportunamente la cuestión central de la época. Es decir, cómo era posible que los mejores movimientos obreros de Europa y la clase media alemana, en general, siguieran a Hitler siendo un reaccionario que contradecía objetivamente sus intereses.Objetivamente, en cuanto reaccionario, los dejaba, sí, postrados en sus respectivas frustraciones de clase pero subjetivamente -y esto al marxismo se le escapaba- los enaltecía convertido en el gran padre autoritario al que subconscientemente adoraban y bajo cuya potestad habían aprendido a sentirse familiarmente seguros.
La revolución contra el padre sería la intemperie de libertad pero ¿cómo no temer sus probables inclemencias? Una opción consistía en jugársela en las afueras y otra acunarse en la placenta de hierro que ofrecía el führer con sus legiones. Esta obra, La ola (basada en el experimento escolar de Ron Jones, en 1967), es la fiel recreación de esa alternativa años después, y la demostración de que los arraigos psicológicos no han cambiado tanto en 75 años. A estas alturas, los anarquistas son más chic que antes, pero los demócratas, por el contrario, vienen a ser más aburridos y decepcionantes que entonces. Del entusiasmo socialdemócrata apenas quedan unas cenizas mortecinas. El resto es corrupción.
¿La autocracia? ¿El fascismo? ¿La dictadura? Las tres suenan como piezas históricas del museo político. ¿Pero qué queda, no obstante, de ellas en el diorama individual? Justamente, el gran mérito de La ola (Die Welle), que yo he visto en la película de Dennis Gansel, es hacer verosímil la posible reproducción del nazismo, aún por zonas, en nuestra sociedad del siglo XXI. Los adolescentes de la escuela que aparecen en el filme no padecen conflictos o problemas especiales, sólo conflictos y problemas del montón. Frustraciones, aspiraciones ideales, desconciertos, desencantos, drogas, padres desorientados, sociedad enferma, ausencia de dirección.
¿Cómo no sentirse, pues, atraídos por un proyecto firme, resolutivo, neto e integrador? Cada cual por separado es, entre los alumnos de esa escuela filmada, un tipo sin demasiado valor dentro de la general crisis social. Pero juntos, bajo la dirección imperativa del profesor, entregados a la univocidad del líder carismático e identificados con los ritos y símbolos del grupo, se transforman en una potencia compacta que los exalta unidos puesto que sólo conjuntamente -anulando personalidades diversas- adquieren una identidad superior.
El mundo exterior ha cambiado mucho en estos años pero, al parecer, no tanto la condición humana. Las circunstancias económicas no han sido suficientes para transfigurar la conciencia de clase, o de base, hasta crear un hombre y una mujer nuevos, como esperaba Marx. La familia, laxa, desestructurada o no, sigue siendo la familia y el padre, patriarcal o no, sigue, en la mayoría de los casos, a la cabeza machista del demediado sistema doméstico.
Sería estúpido negar el gran cambio desde la tercera década del siglo XX a la segunda década del siglo XXI, pero hay algo que las asemeja: la visión de una decadencia institucional, el descrédito de la política y la experiencia de una crisis económica sin destino. En los escenarios de uno y otro tiempo el sujeto se siente, igualmente, a la deriva.
¿Esa deriva es la tentación del fascismo, el nazismo, el populismo o el nacionalismo extremo? Pues claro que sí. Desde el Tea Party a Le Pen, desde Podemos a Más o Junqueras ¿qué otro repertorio hace falta para aceptar que La ola no ha terminado del todo su curso y han nacido nuevos y grotescos surfistas que desde Japón a Venezuela, desde Corea del Norte a Grecia siguen creando los nuevos malabarismos circenses de una delirante salvación?