Ermonela Jaho en la piel de Violeta Valery. Foto: Toni Bofill.

De nuevo llega La Traviata al Teatro Real, esta vez encarnada por Ermonela Jaho y con dirección escénica de David McVicar, quien se acerca a una composición en la que Verdi fustigó a una sociedad viciada y falsamente moralista.

La Traviata es probablemente, junto con Rigoletto y Aida, una de las óperas más programadas de Verdi, lo que quiere decir del repertorio universal. Las cuitas de Violetta Valery, su enfermedad, sus dudas, su amor por el inocentón Alfredo Germont, sus sufrimientos y, finalmente, su trágica muerte han hecho llorar a multitud de aficionados. Partitura genial, pese a que fuera abucheada en su estreno veneciano de 1853. La historia era demasiado "actual", demasiado realista. Hoy lo vemos, y desde hace décadas, de otra manera, por supuesto. Los pliegues psicológicos del personaje principal, sus sufrimientos y anhelos, su íntima tragedia aparecen maravillosamente recogidos en una escritura de una minuciosidad increíble, cuajada de claroscuros, de melodías difícilmente olvidables, de muy avanzadas propuestas de construcción de un sugerente y conversacional recitativo dramático.



Todo ello presidido por un soberano empleo de la armonía, que planifica los colores y las palpitaciones del ánimo, y de una discreta y climática orquestación, propia ya del Verdi maduro, pasados con éxito los años de galera, en los que el músico se fue fogueando hasta alcanzar la plenitud. De nuevo accede esta inmortal obra al escenario del Teatro Real, donde triunfara no hace tantos años en un montaje de Pizzi, que situaba la acción en el París de los años cuarenta del siglo XX. Es ahora David McVicar (Glasgow, 1968) quien se acerca a esta composición premonitoria que dio oportunidad a Verdi para que, a su modo, fustigara a una sociedad viciada y falsamente moralista. El talento de este director de escena es muy adecuado para revestir de un especial dramatismo la peripecia escénica. Se pudo comprobar en el pasado mes de octubre en el Liceo, coliseo que interviene también en esta coproducción junto con el Real, la Scottish Opera y la Welsh National Opera de Cardiff. El Teatro barcelonés la repondrá en julio. En Madrid será la francesa Marie Lambert quien trate de llevar todo a buen puerto.



Para cubrir las necesidades artísticas de una ópera semejante hacen falta mimbres muy especiales en lo vocal. Son muchas las exigencias expresivas que deben llevar el drama a su cénit. A lo largo de las dieciséis representaciones programadas se barajan, para las partes principales, hasta nueve cantantes. Violetta se la repartirán, ausente la anunciada Patrizia Ciofi, la albanesa Ermonela Jaho, de voz tersa y timbrada, la moldava Irina Lungu, penetrante y expresiva, de muy bellos filados, y la rusa Venera Gimadieva, un nuevo y brillante valor, experta precisamente en esta parte. De los tres tenores, el italiano Francesco Demuro, el rumano Teodor Illincai y el español Antonio Gandía, todos líricos de escaso tonelaje, nos quedamos con el último, de satinado timbre, no mucho volumen, pero esmerada emisión, buena línea de canto y fácil agudo. Retiene algunas de las enseñanzas de Chova y de Kraus, de quienes llegó a ser alumno.



Germont se lo disputan otros dos españoles, el rocoso y pleno Juan Jesús Rodriguez, de instrumento espléndido, y el más opaco, pero robusto e inteligente Ángel Ódena. El tercero es el veterano Leo Nucci, perro viejo, sabedor de mil triquiñuelas, pero muy expresivo y teatral. Seguro que bisa Di Provenza. El resto del reparto viene constituido todo él por cantantes hispanos (¡bravo!), algunos dotados para misiones mayores, como la soprano Mata Ubieta (Annina) o la mezzo Marifé Nogales (Flora). Un maestro avezado, seguro, solvente, conocedor, como es Renato Palumbo, empuña la batuta.