Un momento de la representación de El sueño de una noche de verano por The Actor's Gang, dirigida por Tim Robbins.

Dice Tim Robbins que solo cree en la revolución a través del amor, y que le parece muy conveniente en estos tiempos recordar a los hombres cuán importante es esa descomunal facultad que tienen para amarse; y que por eso es por lo que ha querido llevar a las tablas El sueño de una noche de verano, de William Shakespeare, en este montaje que ha traído a España y con el que ha abarrotado el espacio Miguel Narros del Festival de Almagro este fin de semana.



El propósito de Robbins no parece desdeñable, desde luego; otra cosa bien distinta es que su compañía, The actor's gang, logre que el espectador se solace lo suficiente durante la función como para que el noble sentimiento pueda quedar inoculado con suficiente efectividad. Y se diría, más bien, que al director le ocurre lo mismo que al personaje Puck: que anda algo travieso, divertido... y que algunas veces yerra el blanco de sus encantamientos.



La comedia, con sus buenas dosis de magia y enredo, cuenta con tres planos argumentales: en uno se sitúan el duque Teseo, que prepara su boda con Hipólita, y el resto de nobles, que tienen dificultades para ver correspondido su amor como les gustaría; en otro estarían los artesanos de Atenas, que ensayan una obra de teatro para representarla en la boda del duque; y en otro, por último, encontramos a las criaturas del bosque, que intervienen sobre los otros dos con sus filtros y bebedizos.



Formalmente, la propuesta es interesante y atrevida: a ambos lados de un expedito escenario, se sitúan sendas hileras de sillas con todo el vestuario para que los actores, cuando no participen directamente en la acción, se retiren con facilidad y se puedan cambiar de ropa hasta que reaparezcan en una próxima escena incorporando un personaje distinto.



La opción podría generar un embrollo de tomo y lomo difícil de comprender, pero la verdad es que, tras unos primeros minutos más liosos, esos planos argumentales van quedando después perfectamente delimitados en la cabeza del espectador, a medida que avanza la historia.







Llama la atención que los personajes, que ya en la obra original son bastantes, aquí parezcan aumentados, dado que el bosque en el que transcurre buena parte de la acción se convierte en uno más de ellos, merced a una bonita y divertida solución escénica que pasa por colocar a algunos de los actores, en un movimiento admirablemente coreografiado, en torno a los protagonistas de las distintas escenas. A esto hay que sumar que el mencionado Puck, elevado de duende a diosecillo multiforme, aparece, más que en el cuerpo de un solo intérprete, en toda una serie de elementos relacionados con el bosque y que habrán de cobrar presencia, una vez más, con la participación de otros actores.



Todo este complejo y sugerente juego interpretativo para componer con personas una escenografía y unos efectos que no existen como tales ofrece unos resultados visuales de innegable calidad, en los que queda patente que el trabajo de ensayo ha sido serio y concienzudo; pero también hace que las escenas se alarguen obligatoriamente para que los actores puedan ir saliendo y cambiándose de vestuario, como antes decía, para volver a incorporarse de nuevo a la acción. De manera que es el texto el que tiene que ir amoldándose a ese marco referencial y escenográfico, y no a la inversa, como parecería lógico; y los diálogos, supeditados como están a ese exuberante atrezo humano que marca en todo momento el ritmo de la representación, son los que terminan convirtiéndose a veces en el mero atrezo sonoro de lo que el espectador está viendo. Esta sensación está acentuada por la técnica interpretativa de unos actores, muy buenos todos ellos, que recurren, no obstante, demasiado a la pantomima y la bufonada, lo que hace que todo se ralentice aún más.



Es muy posible que este problema de la parsimonia en el ritmo, a la hora de ir exponiendo la historia, haya sido percibido por el propio Robbins poco antes del estreno, y que por ello decidiese recortar algo; porque las más de tres horas de función que se anunciaban en el programa quedaron reducidas "solo" a dos horas y treinta y cinco minutos, para satisfacción de un público que, ni siquiera tras el apoteósico y hermosísimo final a golpe de chelo, aplaudió con toda la energía que se le presuponía, tratándose del montaje de una grandísima estrella de Hollywood con sobradas dotes para hacer cine y teatro. La razón era que habían visto un espectáculo muy bonito, pero muy, muy lento.