En 2017, food truck es el nombre del sablazo y Battiato sigue aquí. Sin embargo, no hay manera honesta de hacer la crónica de un concierto de Battiato en 2017 eludiendo su condición tardía: nacido en 1945 (para quien esto escribe, la edad del padre), el artista siciliano sostiene su presencia escénica sobre un hilo de voz fragilísimo que recita mucho más que canta, a menudo bordeando la extinción. Con su coleta corta y una chaqueta roja de crooner, pasa casi todo el concierto sentado sobre su legendaria tarima con alfombra oriental, y a partir de cierto punto empezamos a escuchar cómo se receta a sí mismo, con humor pero sin broma, “coraggio”. Las pocas veces que se anima a bailar, apenas puede decirse que lo haga, y paradójicamente eso le permite al fin, tras tantas décadas de trayectoria, imprimir a sus movimientos la misma elegancia que a sus melodías.
Con todo, Battiato sigue ofreciendo conciertos, y en ellos opera más la desnudez de sus limitaciones que el intento de ocultarlas: ayer noche no hubo efectismo escenográfico, ni voces que lo acompañaran, ni estrategia alguna de disimulo. Y algo todavía más significativo: el cantante sigue grabando directos. Lo hizo hace pocos meses, en un álbum que volvía a unir su nombre al de Alice y da cuenta inapelable de todas las pérdidas que se acumulan en su capacidad vocal. Así pues, convengamos en que lo anima la voluntad deliberada de ofrecerse al público en estas condiciones y que esta etapa de su carrera quede registrada como canónica: nuestra crónica se pregunta por el sentido artístico de tal actitud, más allá de la lógica nostálgico-depredadora del negocio musical o la apelación a la rutina vital del protagonista, dos explicaciones que sin duda tienen su papel en el hecho incontestable de que, un 18 de julio de 2017, Franco Battiato llenó el Botánico de la Complutense de público y de food trucks. ¿Es algo vivo un concierto de Battiato hoy, o es sólo una reverberación de lo ya institucionalizado?
Primero, el ambiente. El precio cintilante de las entradas las equiparaba a un salvoconducto, y con todo, qué público curioso el de este hombre. En el horizonte que abarcaba mi vista cupieron todos los perfiles: la chica con los treinta estrenados que se pasó el concierto entero en trance, la cabellera rubia danzando mientras su cuello ejecutaba deslizamientos místicos; el treintañero hedonista premium que pasaba por ahí precisamente porque el precio era cintilante, pero sin tener mayor idea de quién rayos es Battiato más allá de dos canciones, y que se pasó todo el concierto entre Instagram y el tertulianismo (“qué bien suena el italiano”); las parejas de treinta, cuarenta, cincuenta, sesenta, coreando juntas muchas canciones; los entusiastas del rigodón, bailando solos en los laterales con felicidad tan etílica como melancólica. Y quédense con los siguientes personajes: a nuestras espaldas, una familia con su hijo Álvaro, de unos diez años, que se sabe todo Battiato de corrido y pregunta si “esta es una noche en la que se alinean los planetas”; y dos señores en sus primeros sesenta, con aspecto de taxista, practicando el selfie con euforia. Habrán ustedes reparado en que “aspecto de taxista” es un cliché absurdo y pedante. También habrán reparado en que, pese a ello, me han entendido perfectamente. Volveremos a ellos, ya verán, para que nos den una lección.
A Battiato le preceden Bambikina (un grupo español en proceso, buenos músicos) y Juri Camisasca, viejo compañero de armas que se planta con desasimiento ante el público para cantar tres canciones y "Nomadi", que tan popular hizo su amigo hace años. Luego, presenta a la estrella en inglés: “ladies and gentlemen”, nos suelta, como más tarde Battiato nos animará con un “come on!” porque un cantante italiano nunca pierde la ocasión de insertar un anglicismo. El de Catania se lanza con un concierto clásico que enfatiza la parte cósmica de su repertorio aunque arranque con "State di goia" del álbum Il vuoto, poco conocido en España. Después vendrán versos siderales, viajes astrales, negaciones de tiempo y espacio. Todo en italiano, también las apelaciones al público: el cantante tarda seis canciones en pronunciar un simple saludo en castellano. El dato sólo tiene relevancia como otra muestra del proceso de despojamiento que está protagonizando Battiato: hace solo cuatro años, cuando tuve ocasión de verlo en Barcelona, seguía divirtiéndolo expresarse en nuestra lengua. Ahora su relación con el público se ha vuelto más lateral, ensimismada hasta musitar, salpicada de bromas más dirigidas a sus músicos o a sí mismo que a la audiencia.
Esa audiencia se entrega, sin embargo. Lo hace porque en justa correspondencia se les entrega "Povera patria" y la mayoría sabe cómo funciona el ritual: aplaudir cuando a los gobernantes se les llama “inutili buffoni” y flipar con los versos más descoyuntantes de la historia del pop, ese “esperemos que el mundo vuelva a cotas más normales” que se balancea entre lo sublime y lo ridículo como un motorista napolitano. La audiencia se entrega porque se les entrega "L'animale", "Signali di vita", "Prospectiva Nevski", "La Cura", "I treni di Tozeur", "Summer on a solitary beach", en fin: un cancionero que tiene pocos rivales entre los músicos occidentales de su generación, algo que si no es más universalmente reconocido se debe sólo al anglocentrismo de la cultura popular y a la lamentable incomprensión que parte del mundo experimenta ante los sintetizadores del pop italiano, cuya superioridad moral y estética se funda en una idea de felicidad descarada. Y ahora, uno de ustedes me dice: “Eso, cronista, es una digresión: sigo esperando a los taxistas”.
Pues bien, Battiato canta "La estación de los amores" y comparecen “los taxistas”. ¿Entendemos lo mismo por tal arquetipo? Veamos: sus pantalones formales, su camisa abierta, su panza melonácea, su pulsera española, el purito Reig. Estos dos hombres enloquecen con "La estación de los amores", la cantan a calzón quitado, se abrazan con temblor, ríen y viven, y de pronto asisto a mi momento más reconfortante del año, algo que es una camaradería salvaje o mucho más probablemente una historia de amor. Tanto da, en serio: ni taxistas ni no taxistas, ni señores ni no señores, ni purito ni banderita ni si son modernos o son antiguos, amigos o pareja… Lo que les describo es un entusiasmo que salva una vida. ¿Es esta la vigencia de un concierto de Battiato en 2017? No. Esto, de momento, atribuyámoslo a la lealtad a la propia biografía de sus protagonistas. Y anotemos la bofetada al prejuicio.
El caso es que estamos en bises, y Battiato jugará al gato y al ratón con su público: se resiste a cantar más (“coraggio!”), amaga con hurtar a la gente anciana de Irlanda del Norte, aprieta algunas manos de los asistentes con sus manos de hombre mayor (venas marcadas, manchas oscuras), y el concierto entra en el típico estadio pagano-caótico de toda cita con Battiato. Y aquí nos quedan dos cosas por resolver: qué pasa con el niño Álvaro y qué sentido tiene que Battiato se pasee sin voz y con setenta y dos años dando conciertos por ahí. A Álvaro nos lo encontramos a lomos de su padre, frente a frente con Franco, cuando al fin suena "Voglio vederte danzare", y se ha consumado un paso de testigo generacional. Pero para responder a la pregunta de fondo tenemos que irnos al final del concierto.
Porque "Voglio vederte danzare" será lo último que suene, sí, pero porque el público se la canta a Battiato. El concierto acabó en realidad con la canción anterior, "Le nostre anime", lanzada por su autor en 2015 con motivo de su disco antología. El último Battiato es fenomenal y algún día habrá que reivindicar su Apriti Sesamo como el grandísimo álbum que es. Como sea: Battiato canta una canción conscientemente tardía para cerrar un concierto de su etapa tardía. Y es una canción que se ampara en la metáfora del camino para describir una vida. Un camino con etapas y transformaciones, que en realidad es lo que el italiano lleva cantando desde siempre. Es una superstición muy tosca y grotesca la que nos lleva a imaginar la vejez como otra cosa que una de esas etapas, estaciones, cambios. Pienso de pronto que, si "La cura" se refiere al amor como aquello que protege al amado de envejecer, tal vez envejecer ante el público, desvanecerse en el escenario, sea la última paradoja battiatesca, tan cercanas sus letras a esa figura por afinidad mística: envejecer para no envejecer. Dar constancia mientras haya coraje. Habrá que salvaguardar ese gesto como fundamental y, en los pormenores de la ejecución, resignarse a saludar 1945 con nostalgia en el Botánico, en Madrid, una noche de julio de 2017.