El Niño de Elche, acompañado a la guitarra de Raúl Cantizano.

En uno de sus sustanciosos, socarrones y acerados parlamentos entre canción y canción, El Niño de Elche bromeaba sobre un hecho significativo. Decía que era una suerte que buena parte del público (compuesto en gran número por periodistas y programadores) hubiera ido a verle y escucharle a Salt tras asomarse previamente a Génesis, 6, 6-7, la pieza que cierra La trilogía del infinito de Angélica Liddell. Suerte porque, a tenor del cantante 'exflamenco', como a él mismo le gusta etiquetarse, ya venía curado de espanto. "Después de Ángelica, uno ya no se asusta de nada", señaló dibujando en el rostro una medio sonrisa pícara. Y no le faltaba razón. Liddell había servido en el Teatro Municipal de Gerona una sucesiva composición de estampas alegóricas del Antiguo Testamento y Medea. Arrancaba el espectáculo con la proyección de una circuncisión en una pantalla gigante, para grima del respetable. Liddell renuncia prácticamente a la palabra en este trabajo y cuando la esgrime es para arremeter contra la maternidad (una de sus bestias negras), enunciar felaciones de padres sobre hijas y advertir que no hay soledad más terrible que la de morir rodeado de tu descendencia. Pues vale...



Tales transgresiones no parecieron suscitar una corriente de sintonía con la platea, que despidió su reflexión sobre el materialismo, la invisibilidad y la eternidad con un tibio aplauso que sonaba más bien a compromiso. Las de El Niño de Elche, en su primera incursión en Temporada Alta, concitaron más adhesiones. Muchas más de las que tuvo en la Bienal de Sevilla, donde la presentación de su último disco, Antología del cante flamenco heteredoxo recibió de los medios algunas de las crónicas más desabridas y enconadas escritas en mucho tiempo. El purismo no digiere sus planteamientos libérrimos. "El flamenco vive un periodo muy conservador, muy cerrado", advirtió. En su breve disertación sobre el particular vino a denunciar que el tópico de que a la muerte de Franco este género empezó a disfrutar de mayor apertura es cuestionable. "Es todo mucho más complicado que eso", dejó dicho, sin adentrarse más en ese jardín, que intuía espinoso. Los que le conocen y siguen su trayectoria saben que su reproche tiene como destinataria cierta progresía que, a su juicio, ha constreñido la libertad de expresión con su canon biempensante.



Un momento de Génesis 6, 6-7, de Angélica Liddell. Foto: Luca del Pia

En materia estrictamente flamenca, además, lamenta la carencia de un pensamiento crítico en el flamenco ("Ese es su gran drama"), que es suplido por una serie de "criticones", no de críticos. En cualquier caso, Francisco Contreras abrió su concierto con un sereno ritual: desvestirse ante el auditorio de sus prendas de calle (quedándose en gayumbos) y ponerse una camisa blanca y un sobrio traje negro (¿el disfraz del cantaor?). Acto seguido acometió La farruca de Juli Vallmitjana, en catalán, que más que una concesión populista a favor de corriente pareció responder al deseo de evidenciar antiguos puentes culturales hoy tambaleantes por culpa de dinamiteros de la política. Las casi dos horas siguientes fueron un festín de eclecticismo y personalidad, con reivindicaciones explícitas a Pepe Marchena, Shostakovich, Eugenio Noel ("Junto a David Pielfort, el autor que mejor ha escrito sobre el flamenco"), Chueca y su zarzuela La Gran Vía, El Trío Matamoros, Tim Buckley... Y guiños implícitos (¿e inconscientes?) a los aullidos de Tom Waits y al sentido teatral de la música de Carles Santos.



Sentido escénico también tiene otro de los hitos de esta edición de Temporada Alta: la instalación Macho Man de Álex Rigola, que puede describirse como una auténtica caja de los horrores. Los infligidos por hombres sobre sus parejas. El director barcelonés, probablemente el que más piezas ha estrenado a lo largo de la historia del festival gerundense, ha vuelto a encerrar al público en contenedores de mercancías, como ya hizo en su versión de Vania y en Who is me, su magistral evocación pasoliniana, con Gonzalo Cunill entregando una brutal dosis de verdad interpretativa. Aquí los actores no dan la cara. De hecho, sólo hay una actriz enrolada en el proyecto. Es la que guía con su voz a los grupos de seis personas provistas de cascos que recorren las 12 estancias de la instalación. El anonimato es una medida para protegerla porque ella también ha sido víctima de la violencia machista. El vía crucis comienza con una descripción de la espeluznante Historia de Nastagio degli Onesti, pinturas de Botticelli inspiradas en el Decamerón, donde Boccaccio recoge la fábula de un noble que amenaza a su amada para que se case con él.



Después, encara al espectador a pasajes de sentencias llamativas por su absoluta falta de empatía con las víctimas, a los interrogatorios del juez a la chica agredida por La Manada, a terroríficos dibujos de niños que han vivido capítulos de violencia doméstica y, al final, todo ese terrorismo cotidiano se concreta en las caras de todas las mujeres asesinadas en España el último año. Una iniciativa que partió del arte pero que en el transcurso de su creación ha ido posicionándose más en el terreno puramente social. Y que está sacando a relucir muchos traumas entre los alumnos de secundaria que han a ido verla. La caja de Rigola les ha ayudado para revelar la pesadilla que viven en casa, dando pie a la intervención de los servicios sociales. También ha hecho reconocerse como agresores a otros adolescentes. Una necesaria toma de conciencia para el cambio de paradigma que pretende abonar Rigola con esta catártica instalación (en los Teatros del Canal el febrero y marzo).



@albertoojeda77