La expectación que despierta cada temporada musical en la Juan March, por el estimulante desafío intelectual que proponen año a año sin excepción, este curso se redobla por una circunstancia novedosa. En los últimos cuatro meses se ha desarrollado en su auditorio una carrera trepidante a fin de ampliar su escenario con la intención de ampliar su potencial para el teatro musical y para albergar, incluso, conciertos sinfónicos. Ganar esos metros cuadrados (24 más) ha supuesto practicar una especie de tetris en la planta baja del edificio que ha tenido entretenidos a su ideólogos (el arquitecto, por cierto, ha sido Juan González de las Cuevas) durante los últimos dos años. Entre otras intervenciones ‘quirúrgicas’, destaca la extirpación del órgano, que ha ido a parar a la Basílica del Cerro de los Ángeles. En la presentación de la nueva infraestructura, que mantiene inalterada la platea, con sus incomparablemente cómodas butacas (cerca de 300) de 1975, Javier Gomá, director de la institución, y Miguel Ángel Marín, el máximo responsable de su departamento de música, estaban como niños con auditorio nuevo.
Por allí pasarán en los próximos meses 317 intérpretes que escanciarán 625 obras, 82 de ellas de autores vivos y 13 estrenos. Abrirá el fuego sinfónico el 3 de octubre la ORTVE con Lucas Macías al frente y una partitura muy ad hoc en atriles: Fanfarria para un teatro nuevo, de Stravinski. “Todo está diseñado con los criterios de un comisariado musical que tiene en el centro al público, al que intentamos ofrecer siempre experiencias estéticas que, si no son nuevas del todo, sí al menos son renovadas”, ha explicado Marín. Su fijación es que lo que suena tenga un hilo conductor, “un relato, como se dice ahora tan habitualmente”.
Aparte de ese aspecto intelectual, también ha defendido el esfuerzo de la Juan March por ofrecer un discurso alternativo al canon hegemónico, que, denuncia, lo conforman apenas un par de docenas de autores que monopolizan la actividad concertística mundial. Con presencia predominante de la cultura austrogermánica dentro de ese grupo selecto. Una prueba del cumplimento de ese objetivo es el hecho de que, entre los 272 que incluye esta temporada, las nacionalidades más numerosas son la estadounidense (48) y la española (48). Este último dato confirma también otra de las ideas-fuerza que vertebran su actividad musical: desempolvar, lustrar y difundir el legado nacional. Último detalle numérico significativo es la presencia masiva de creadores nacidos después de 1900, sorteando así el encasillamiento decimonónico habitual.
En el teatro musical, una de las líneas de trabajo ya tradicionales de la Juan March, destaca la ópera El pájaro de dos colores, de Conrado del Campo, de quien ya rescataron sus muy meritorios Fantochines. Es una obra que compuso después de esta pero que quedó inconclusa y sin estrenar, de ahí el relieve de su puesta de largo para principios de enero. En el capítulo de melodramas (composiciones acompañadas de acción declamada) se remontan al origen del género, que nos hace desembocar nada menos que en Rousseau, su inventor. El pensador francés, aliado con Horace Coignet, estrenó en 1770 Pigmalión, el primer melodrama de la historia. En abril se presentará la versión alemana que hizo Georg Anton Benda, junto a la Ariadna en Naxos de este compositor bohemio. Además, conoceremos la vertiente más zarzuelera de Offenbach a través de El caballero feudal, que fue llevada al castellano por Salvador María Granés.
Particular ilusión le hace a Miguel Ángel Marín la posibilidad de incorporar a sus variantes 'programáticas' la danza contemporánea y el ballet. Con motivo del 50 aniversario del fallecimiento de Roberto Gerhard, los pianistas Miquel Villalba y Jordi Masó, junto al percusionista Antonio Martín Aranda, interpretarán todos sus ballets. Interesantes también son los conciertos “cientifícamente informados” que evidenciarán la música que generan los cuerpos celestes, las conexiones de lienzos y partituras, los estrenos de piezas inéditas de Joaquín Rodrigo, los guiños al poeta Gerardo Diego y su irredenta melomanía, la exhibición del talento compositivo juvenil en el ciclo sub-35 y el guiño forzado a Beethoven en el 250 aniversario de su nacimiento. “No siempre vamos a ser los raros...”, ha deslizado Marín con sorna a propósito de esta concesión mainstream.