Con el turrón llegan inevitablemente las listas de lo mejor del año y a la hora de hacer balance tengo la impresión de que los escenarios teatrales han estado muy pegados a la actualidad política durante 2019; desde ellos se ha hablado de los males del capitalismo (Shock, Terrenal), de medio ambiente (Los hijos), de feminismo (Las bárbaras, Mrs Dalloway, Top Girl, Jauría, Firmado Lejárraga…), de la corrupción política (Sueños y visiones de Rodrigo Rato, Ricardo III), de manipulación informativa (Nekrassov), de homosexuales (La geometría del trigo…), de antifranquismo (La sección, Mundo obrero, Juguetes rotos) ¿Será porque ha sido un año en el que se han sucedido dos convocatorias electorales? No sé si es coyuntural, pero el teatro de 2019, y mayoritariamente el que se ve en los escenarios de titularidad pública, ha estado dominado por el mensaje político.

Por ejemplo, este año ha sido el de la conquista de los escenarios por las autoras, que mayormente nos han hablado de la mujer y de los diferentes e históricos agravios que padecen. Ha habido excepciones: la autora Lucía Carballal, un talento de 35 años con una mirada singular y poco previsible, que en su divertida comedia Las bárbaras desmitifica la victimización actual de la mujer; el siempre combativo Albert Boadella que enfrentó este tópico de la modernidad en ¿Y si nos enamoramos de Scarpia?, y la francotiradora Angélica Liddell en The Scarlet Letter. Otro ejemplo, ahora sobre las maldades del capitalismo: Andrés Lima, que ganó el Premio Nacional de Teatro del Ministerio de Cultura de este año, concilió en Shock su maestría como director de escena y como extraordinario propagandista con un alegato antiyanqui de cuatro horas. Hay que mirar al teatro foráneo para encontrar un contrapeso ideológico, servido por el incontestable Peter Brook que en Why? denuncia las purgas estalinistas.

Ha sido un año con teatro de buena factura, pero con un color político demasiado dominante

También se han visto obras con ambición de plantear dilemas morales (Espejo de víctima, Copenhague, El sirviente…); de reflexionar sobre nuestra existencia (Doña Rosita anotada, Las canciones, Las cosas que sé que son verdad, Mujer de rojo sobre fondo gris, Esperando a Godot…); de recuperar el repertorio clásico (El gran mercado del mundo, La vida es sueño, La señora y la criada), en ocasiones con discutibles versiones posmodernistas que dejan poco del original; o simplemente de cumplir con la sana y difícil labor de hacernos reír o de emocionarnos y donde encontramos los verdaderos éxitos de taquilla: La función que sale mal, Perfectos desconocidos, Parque Lezama, Invencible; amén de los incombustibles musicales que son el auténtico motor de la cartelera en cuanto a espectadores se refiere y que han proliferado notablemente (El Rey León, Billy Elliot, Ghost, 33 El Musical, Anastasia, El jovencito Frankestein, El médico, La jaula de las locas…).

La escena se anima con la danza, el ámbito escénico más olvidado por las audiencias, pero donde observo más innovación (quizá sea una preferencia personal); este año se han visto grandes espectáculos, entre ellos el programa de William Forsythe bailado por la Compañía Nacional de Danza, la danza contemporánea de Hofesh Schefter Company con Grande Finale y la Giselle del English National Ballet coreografiada por Akram Kham y bailada por Tamara Rojo, estos dos últimos de procedencia británica.

En fin, un año con un teatro de buena factura, pero con un color demasiado dominante.

@lizperales1