Se dan cita en Madrid por estas fechas dos veteranos pianistas, ya muy aplaudidos y escuchados entre nosotros. Dos auténticas figuras del teclado, cada una en su estilo, personales en sus modos, originales en sus planteamientos, instrumentistas de clase indiscutible que todavía siguen en su puesto con los lógicos deterioros de la edad, contra los que luchan con denuedo; y con éxito. Todavía, milagrosamente, pueden brindarnos interpretaciones de clase, en las que los saberes adquiridos, la profundidad de sus enfoques, la madurez de sus concepciones nos pueden ofrecer buenos momentos de disfrute musical.
El pianista bilbaíno Joaquín Achúcarro, que en noviembre cumplirá 89 primaveras, sigue conservando una increíble lucidez y mantiene su toque tímbrico, siempre matizado y flexible. Ha sido normalmente un instrumentista ‘lento’. Ha preferido en todo momento, desde sus inicios, ir despacio, aprehender la materia y el mensaje musicales, con toda su compleja realidad, trabajar la letra y el espíritu primero a base de tocar de arriba abajo muchas veces cada pieza, luego desbrozándola poco a poco, sumergiéndose en ella sin prisas pero sin pausas; puliéndolas y a cada interpretación franquear un paso más hacia su definitiva interiorización.
De tal forma, a la postre lo que escuchamos es una suma de experiencias que nos son traducidas en un todo indesglosable, en el que la sonoridad y las articulaciones, las dinámicas y los contrastes son una misma cosa; o muchas cosas integradas en un estrato superior, el del arte con mayúsculas. Conceptos que tiene muy firmes y que ha ido deglutiendo y ahormando, en un largo proceso de maduración –o, con término vinícola, de maceración– que empezó desde niño gracias a un entorno familiar en el que la música era alimento de cada día y que continuó más tarde en Madrid con José Cubiles, y luego, en Siena con Guido Agosti; y después, al tiempo que ganaba concursos, en Alemania o Suiza con Gieseking o Magaloff. Y Viena en 1957, con Bruno Seidlhofer. Y, en 1959, Liverpool. Un concurso tras el cual el joven Achúcarro se lanzó con todo entusiasmo a la conquista del mundo.
Mozart 'telonero'
En la pasada temporada dejó honda huella con su concierto dentro del ciclo Grandes Intérpretes de la Fundación Scherzo. Regresa al Auditorio Nacional para tocar en esta ocasión para la Universidad Autónoma, que inaugura de esta forma su rico ciclo anual. El programa anunciado es de lo más sustancioso y apetecible. Se cerrará nada menos que con los 24 Preludios op. 28 de Chopin, compositor siempre de las preferencias del artista. Pero antes, como ‘teloneras’, la Fantasía K 397 de Mozart y la esbelta Sonata nº 30, op. 109 de Beethoven. Día 15 de octubre.
También es de mucha consideración el caso de Maurizio Pollini, diez años más joven, un pianista que asombró en el Concurso Chopin de 1960, que acabó ganando y que tenía tras de sí toda una historia enlazada con el compositor polaco al ser discípulo de Carlo Vidusso, heredero de una tradición chopiniana. Se perfeccionó con otro ilustre, Arturo Benedetti Michelangeli, aunque muy pronto mostró su personalidad que partía del manejo de una técnica de enorme precisión y de un soberano control de emociones. La seriedad, la honradez, la probidad a la hora de acercarse a la partitura, a la que quiere respetar hasta el extremo, son sin duda unas de sus mayores credenciales.
Ha recurrido siempre que ha podido al estudio de los manuscritos y fuentes originales. No se fía de las ediciones actuales. Y tiene razón. Porque en ellas pueden haberse introducido errores de bulto. Un ejemplo lo tenemos en la Sonata nº 2 de Chopin, una composición muy tocada por el italiano, y que va a figurar en su recital para Grandes Intérpretes de Scherzo del día 20 de octubre, también en el Auditorio Nacional. En las partituras al uso faltan cuatro compases al comienzo de la reexposición del primer movimiento que son idénticos a los que lo abren. Es básico por tanto el conocimiento del texto originario para que la fantasía y libertad del intérprete pueda desarrollarse por completo y para que al oyente llegue una sensación de espontaneidad que descansa en el trabajo previo, el que conduce a la captación de la esencia de lo escrito. Sólo a partir de aquí se podrá improvisar, crear en definitiva.
Y eso lo tiene muy asumido Pollini, que sigue conservando su lucidez más allá de que a veces su tradicional exactitud de ataque y su limpieza ejecutora se hayan visto algo mermadas con el tiempo. Desde luego el programa que anuncia es de alta categoría e interés. Al lado de la mencionada sonata, la de la Marcha fúnebre, figuran otras dos obras clave de Chopin, la Berceuse op. 57 y la Polonesa op. 53, Heroica. Y en la primera parte tres obras muy de su firma: de Arnold Schoenberg, las tres Piezas op. 11 (1909), las primeras partituras atonales del músico, y seis Piezas op. 19 (1911), y de Luigi Nono Sofferte onde serene, dedicada precisamente al pianista milanés, para quien el compositor había escrito ya Como una ola de fuerza y de luz. La versión que se tocará, de 1976, viene acompañada de banda magnética.