Este año el concierto vienés ha estado cuajado de novedades. Siempre hay alguna, por supuesto. El catálogo de los Strauss –padre y tres hijos– es inmenso y sus obras pueden contarse por centenares. Como el de otros compositores aledaños, que a veces hacen acto de presencia. En esta ocasión el director elegido, Franz Welser-Möst (Linz, 1960), que ya intervino en dos ediciones anteriores (2011 y 2013), ha ideado un programa poblado, en efecto, de obras nuevas, algunas muy poco conocidas, lo que ha dotado de gran variedad a la sesión, en la que el oficiante desde el podio ha ofrecido su mejor versión.
Ya sabemos que Welser-Möst, titular desde hace tiempo de la Orquesta de Cleveland, no es de los maestros más imaginativos, pero su formación, actitud, recursos, aplicación y solvencia están fuera de duda, aunque siempre echemos en falta en él una mayor gracia, una variedad de acentos, una imaginación más contrastada. Pero su corrección y savoir faire sacan adelante compromisos como este sin problemas. Es verdad que siempre tenemos en la memoria a los Krauss, Boskowski, Kleiber, Maazel y otros.
La verdad es que la batuta precisa, flexible, de Welser-Möst se ha movido con alegría en esta ocasión; y con inesperada destreza. Hasta ofrecernos páginas de excelente factura, muchas de ellas en esta oportunidad salidas de la inspiración de Josef Strauss, de quien ha sido la mayor parte de la música programada, como el vals Poemas heroicos op. 87, ofrecido en una imponente recreación en la que los metales han brillado poderosamente. La melodía inicial ha sido expuesta con sorprendente cuidado y elaborada mansamente en la conclusión. Luego, resplandeció la cuadrilla de El barón gitano del hermano Johann; y lo hizo con fulgor.
Luego se dio cabida a un compositor coetáneo, Carl Michael Ziehrer con el vals Una noche acogedora op. 488, delicado y juguetón, con una explosiva segunda parte, en la que el sonriente director se dejó ir confiado en la aptitud y control de unos magníficos músicos, a los que conoce bien. La primera parte la cerraba con otra obra de Johann II, la polca rápida ¡Venid con alegría! op. 386, en la que el director se marcó un inesperado bailecito. Con ello se cerraba la primera parte.
Y, enseguida, el descanso con un espléndido documental conformado por imágenes recordatorias y celebratorias del 150 aniversario de la Exposición Universal de Viena, que tuvo lugar del 1 de mayo al 2 de noviembre de 1873 y que, bajo el lema Cultura y Educación, fue una gran oportunidad para mostrar la industria, el arte y el desarrollo técnico de la época. Se trataba de conmemorar el 25 aniversario de Francisco José I como emperador.
Un filme muy cuidado en lo técnico, de diáfana exposición, imaginativo y fantasioso, a la par que didáctico. Mejor que los acostumbrados paseos por el Danubio. Música muy bien interpretadas de Fuchs, Piazzolla, Beethoven, Brahms, Kreisler entre otros. Franz von Suppé fue el compositor elegido para abrir la segunda parte del concierto con una no muy conocida obertura (recordemos su Cavalleria ligera y su Poeta y aldeano), la de la opereta cómica Isabella, que incluye rasgos hispanos y un discurso sandunguero y danzable, que la batuta supo resaltar dentro de sus modos comedidos, aunque menos que en otras ocasiones.
Las dos perlas
Y regresaba la dinastía. El primero en aparecer fue, de nuevo, Josef, de quien escuchamos por este orden, Perlas de amor op. 39, que dio oportunidad a la primera intervención del ballet de la Ópera de Viena, provisto de estupendos bailarines; y también guiado por coreógrafos poco imaginativos y anticuados. Mejor en el la polka rápida Arriba y lejos op. 73 de Eduard.
De nuevo con Josef, nos deleitamos con la poco conocida polca francesa Espíritus alegres op. 281, en la que intervinieron los coros de niñas y niños de los Cantores de Viena. Ellas era la primera vez que aparecían en este concierto. Todos cantaron afinados, conjuntados y transparentes en una interpretación algo falta de toque fino. Música realmente encantadora. Otra polka de Josef, Para siempre op. 193, nos mostró de nuevo un insólito aire humorístico de la batuta, que desde luego se lo pasó divinamente. No había más que observar su rostro de niño grande, permanentemente iluminado por una sonrisa un tanto bobalicona.
Encantador el vals Jilgueros op. 114, también de Josef, en el que el director acertó a pararse, a ralentizar a base de bien sin perder el norte rítmico mientras escuchábamos al instrumentista imitar el canto de las aves con su singular pajarito. Luego el Allegro fantástico, una suerte de fantasía orquestal, anexo 26b, y el tan excitante Vals de las Acuarelas op. 258. Entre esta dos últimas composiciones se ubicó una rareza de Helllmesberger, la Polca de las campanas, donde se lució el tañedor de glockenspiel (recordemos a Papageno en La flauta mágica de Mozart); música refinada y transparente.
Fin del concierto. Pero, claro a la espera de las propinas. La primera fue en esta ocasión el galope de Los Bandidos op. 378 de Johann hijo, tocado a machamartillo. Luego la ofrenda floral. Buen humor general, como es costumbre, felicitación de director y orquesta y lo esperado: discursito en pro de la paz por parte del maestro y las dos perlas habituales. Para gozo y regocijo del personal asistente y de los millones de espectadores televisivos u oyentes radiofónicos: El bello Danubio azul de Johann II, aquí, después de muchos años, con ballet incorporado, y la Marcha Radetzky de Johann I.
Welser-Möst dirigió bien al respetable, que llenaba la sala después de dos años. Al micrófono de Radio Clásica y de Televisión Española, el bienhumorado Martín Llade, en lo que es ya su sexta singladura. Y siempre con el recuerdo de su antecesor, José Luis Pérez de Arteaga.