“Y cae la noche como un indulto”. Es una de esas frases lapidariamente poéticas que han hecho de María Velasco una de las más interesantes personalidades de nuestro teatro contemporáneo. Esta la pronuncia Montse, protagonista de Harakiri, obra que se encara con un asunto que todavía se indigesta: el suicidio. Montse habla tras haberse quitado la vida, en una suerte de diálogo cauterizador y luminoso con su único hijo, Pau, que ha tenido que encajar el golpe de aquella decisión radical de su progenitora.
El suicidio de una madre es más trágico si cabe precisamente por eso: porque deja sin cobertura emocional (y acaso logística) a la prole. “Es aberrante que una madre se mate porque se le ha hecho creer que su vocación natural es proteger la vida”, apunta Velasco a El Cultural. Precisa que este choque se exacerba cuando la mujer alcanza 45 años. Y lamenta que, en general, a quien opta por dejar voluntariamente este mundo se le clava un estigma: egoísta. “Pero nadie se duele en carne ajena”, apostilla la autora de Talaré a los hombres de sobre la faz de la tierra, pieza ganadora del Max.
Velasco se ha aliado de nuevo con Les Impuxibles (Clara y Ariadna Peya, directoras del dancístico montaje), con la que ya abordó la salud mental en Suite TOC núm. 6. Un asunto que, dice, “le concierne directamente” y que, tras el trallazo pandémico, se ha colado en la agenda política, no sin la frívola y altanera oposición del algunos diputados. Otros, en cambio, denuncian la gravedad del asunto.
“El texto es una deuda con dos madres que se suicidaron: anne sexton y sylvia plath”, María Velasco
Velasco, que ofrece una lectura política de esta tragedia íntima (“la depresión es individual pero la desesperación es social”), trae a colación una paradoja que denunció Gabriel Rufián: “No es normal que una caja de diazepam valga setenta céntimos y que una sesión de terapia valga setenta euros”.
Velasco ha hecho un trabajo de campo previo a la escritura. Ha recabado testimonios de antropólogas, psicólogas y trabajadoras sociales. Todas le animaron a seguir adelante con Harakiri, a fin de sacar el suicidio de la fría contabilidad de las estadísticas, “las morbosas y las romantizadas”, y del silencio ‘administrativo’ con el que se suele ventilar. Una reacción que se debe al deseo de evitar el ‘efecto Werther’, nombre tomado del ultrarromántico personaje goethiano y que presume una perniciosa mímesis alrededor del suicidio.
Contra esta presunción se rebela Velasco en un texto valiente y de brutal lirismo, capaz de hacerse una pregunta tan incómoda como si el suicidio de Montse, en el fondo, es una lección para Pau, “Mi madre me enseñó más muerta que viva”, llega a afirmar el vástago doliente. “Hay gente que es capaz no solo de hacer el duelo, sino de sublimarlo”, concluye Velasco, que se ha empapado en la obra de dos madres suicidas: Anne Sexton y Sylvia Plath, y de dos madres que perdieron a un hijo: Chantal Maillard y Piedad Bonnett.
“El texto es una deuda con ellas”. Un texto que incluye frases que, por sí mismas, son una catarsis. Como esta que nos espeta Montse: “Yo no soy valiente, valientes son los que viven. Yo no soy cobarde, cobardes son los que hacen de la vida una costumbre”.