A pesar de que, entre los entusiastas del excelso género lírico, es decir, la ópera, el ballet es observado por encima del hombro, la influencia de la danza en la ópera ha sido significativa desde el comienzo de la historia de esta última.
En un número importante y creciente de veces el ballet se ha utilizado para añadir un elemento de espectáculo y entretenimiento a la ópera, así como para buscar una nueva arista en la narrativa de la historia a través del movimiento.
Si tenemos en cuenta el repertorio clásico, varios son los libretos operísticos en los que el ballet, o la danza en general, se utiliza para crear una sensación de movimiento y acción en la escena. Es repetitivo su uso para mostrar el paso del tiempo e incluso ayudar a los cantantes a interpretar un pasaje de manera más expresiva.
Sin embargo, en la ópera contemporánea la presencia de elementos de danza en los montajes cada vez es más evidente cumpliendo funciones que sobrepasan el simple relleno. Por estos días, Madrid ha podido asistir a uno de los ejemplos más notorios de lo que comento: la ópera Nixon en China con música de John Adams, libreto de Alice Goodman y genial coreografía de Mark Morris.
Los libros de Historia nos dicen que la visita de Richard Nixon a la República Popular China en 1972 tuvo un enorme impacto en la relación entre Estados Unidos y China. Mas no sólo eso, de alguna manera esta primera visita de un presidente estadounidense a la China de la Revolución Cultural fraccionó el bloque comunista que lideraba la extinta Unión Soviética. Y en ello, mucho hizo la danza.
Si nos centramos en una de las protagonistas de aquel acontecimiento: la esposa de Mao Zedong —Jiang Qing o Madame Mao— encontramos una interesante relación con la danza que no pasa desapercibida en el montaje que el Teatro Real nos ha regalado a los amantes de ambas artes.
Madame Mao era una exactriz que se interesó por reformar la ópera china focalizándola en la clase trabajadora y "modernizándola" con elementos de ballet. Su papel en la llamada Revolución Cultural fue crucial a la par de cruel. Amparada bajo el paraguas protector de Mao, se involucró en la política cultural de la China comunista y desarrolló el llamado "arte revolucionario" que combinaba el arte tradicional con los motivos políticos. En palabras más sencillas y tomadas como préstamo no autorizado de otro dictador que no viene a cuento mencionar: "fuera de la Revolución, nada".
Pero volvamos a Nixon en China.
Esta ópera incluye un segundo acto en el que se recrea la asistencia de los invitados norteamericanos a una función demostrativa del verdadero arte del pueblo chino. Algo claramente inspirado en El destacamento Rojo de mujeres, un ballet que recoge el perseverante espíritu de la revolución de las mujeres chinas, a través de la historia de Qionghua, una esclava que logra escaparse de la opresión abrazando los nuevos tiempos.
La sola inclusión de esta pieza de danza, bailada con exquisita profesionalidad, justificaría el pomposo título que encabeza esta reseña tardía. Sin embargo, hay mucho más. Desde que el telón se eleva hasta que finalmente cae Nixon en China es un auténtico ballet cantado.
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La estructura se ajusta, con exactitud, a la organización de un ballet: escenas corales que dan paso a solistas, solistas que luego interactúan en un perfecto adagio, codas y super codas para el lucimiento individual.
Es impresionante ver en el escenario a los extras y al coro moviéndose cual cuerpo de baile sincronizado. Otro tanto se evidencia en los elegantes cambios de escena, suaves a la vez que contundentes como si de un pas de deux ensayado se tratara. Todo recuerda a un gran ballet de esos que llenan una noche y alimentan el alma.
Nixon en China definitivamente no es una ópera más donde la danza cumple una función decorativa. Esta pieza única nos demuestra que la complicidad entre ambas manifestaciones artísticas puede resultar en arte eximio.
Quizá tengamos que dar gracias, ante todos, a Henry Kissinger —el secretario de Estado norteamericano nacido alemán que nunca dejó de tener un marcado acento en inglés— promotor en la sombra del encuentro histórico y, por ende, culpable directo de la existencia de esta magnífica creación artística.