Música

¿Un juego de niños?

El sábado se presenta "Lohengrin" en el Liceo

12 marzo, 2000 01:00

El próximo sábado llegará al Coliseo de las Ramblas Lohengrin, una de las óperas más populares de Richard Wagner, en una coproducción entre el Liceo y la ópera de Hamburgo realizada por el controvertido director de escena alemán Peter Konwitschny. Un montaje que, tras su evidente deseo de provocación, esconde un profundo y novedoso análisis de la obra. Lohengrin se representará en Barcelona los días 18, 23, 25, 28, 29 y 31 de marzo y 2 y 5 de abril.

Durante muchos años se ha considerado a Lohengrin la ópera más popular y representada de Wagner. Hoy, ese título puede que se lo dispute Tristán e Isolda, gracias a la difusión que ha tenido este ardoroso e irreal amor de los amantes de esta leyenda artúrica, con la que el compositor inicia su segunda gran etapa.

Con Lohengrin, Richard Wagner da un paso importante hacia la consecución de una ópera sin fisuras, dejada atrás ya paulatinamente, con El buque fantasma y Tannhäuser, la llamada ópera de números, de arias, conjuntos, coros, ariosos y recitativos. Se trataba de fundir todos los elementos, lo que acabaría cuajando con Tristán, Maestros cantores y, por supuesto, la Tetralogía y Parsifal. En Lohengrin concluye una etapa, la de la ópera romántica -Wagner era un heredero directo de los Weber, Lortzing, Nicolai, Marschner y otros-, y comienza otra, la del drama musical.

Como siempre, el autor alemán se basa en su tradición y en la de otros países, a las que da su especial tratamiento. En Tannhäuser se había servido de las fuentes carolingias. En Lohengrin son las derivadas de las leyendas artúricas, extraídas del material proveniente del siglo XIII: el Parzival de Wolfram von Eschenbach -que luego sería la base de la última ópera del compositor-, El caballero del cisne de Konrad von Wörzburg y El joven Titurel de Albrecht von Scharfenberg.

Un más moderno trabajo de Joseph von Gürres dio la pista a nuestro músico, que quedó absolutamente cautivado por el asunto, hasta el punto de que, como recuerda Karl Schumann, se puso a la tarea de componer una ópera "como un poseído", "a fin de volcar su congoja en un papel". Durante los ensayos para el estreno de Tannhäuser, Wagner completó no sólo el libreto de Lohengrin sino también el de Los maestros cantores.
Un selecto grupo de oyentes, que incluía a Robert Schumann y a Julius Schnorr von Carosfeld -padre del futuro creador de Tristán-, se deleitó con la lectura de la página literaria en una reunión de noviembre de 1845. Hasta 1848 no estaría terminada la obra, que Wagner pensaba estrenar en Dresde, pero los acontecimientos políticos -las barricadas, la adhesión a la causa de Bakunin- determinaron su condena a muerte y su huida hacia Zurich. Como en tantas ocasiones, el bueno de Franz Liszt, que escuchó las súplicas del joven compositor, fue quien presentó la nueva obra. Fue, naturalmente, en el pequeño teatro de Weimar cuando vio la primera luz el 28 de agosto de 1850, pronto hará 150 años.

Como en tantas ocasiones, Wagner arrimó el ascua a su sardina e hizo prevalecer el mito sobre la historia, lo ideal sobre lo real, lo fantástico sobre lo concreto. Nos encontramos ante un nuevo paso hacia la pureza, un postrer enfrentamiento del elegido (el músico mismo) con la humanidad que no lo acepta. Factores religiosos, amorosos, filosóficos, místicos contrastan con el odio y la incomprensión. Lohengrin es el prototipo de artista moderno. Elsa es un personaje positivo que trata de aprehender la verdadera naturaleza del héroe. La pareja Ortrud-Telramund es, como estima Enrico Girardi, siguiendo la opinión del propio Wagner, "la personificación de la burguesía reaccionaria". Como es lógico, este matrimonio, los malos, cantan en tonalidad menor, mientras que Lohengrin y Elsa lo hacen en mayor. El Caballero del Cisne, hijo de Parsifal, encarna, a juicio del citado Karl Schumann, cuatro conceptos aparentemente divergentes: el dios con forma humana, que desciende de la tierra (cual moderno Zeus); el artista romántico; el antiguo mito que habla de la relación entre lo bello y lo bueno; el símbolo del cisne y la paloma, pájaros místicos de tantas religiones.

Se ha dicho que Lohengrin es una ópera que no guarda ya la disposición de números, de partes separadas reconocibles. En ella Wagner llega ya, casi, al discurso continuo, hijo de los planteamientos gluckianos; es una vía hacia la consecución de la ansiada obra de arte total. No obstante, y aun teniendo en cuenta que el lenguaje declamado adquiere una importancia determinante en la narración, es posible advertir en el transcurso de la obra números en cierto modo cerrados, aunque nunca aislados del todo. En primer lugar, el preludio, que inunda de clara luz, gracias a una prodigiosa orquestación y a una sabia construcción en arco, todo el primer acto, en contraste con el oscuro segundo, protagonizado por los malos de la función. Luego, el aria de Elsa -el célebre sueño-, la no menos célebre marcha nupcial, el dúo de amor, el también muy conocido racconto del Caballero, ya al final de la ópera, que posee un melodismo en ocasiones muy a la italiana: Wagner era un gran admirador de la tradición del primer ottocento del país transalpino. Y, naturalmente, se reconoce un, si se quiere, disimulado pero claro uso del leitmotiv.

Hay temas que se repiten estratégicamente: el del Grial, el del Cisne, el de Elsa, el de Ortrud, el del juicio divino, el de la pregunta prohibida (la promovida por la infausta curiosidad de Elsa: quiere saber el nombre del que nunca debe ser nombrado)...

Llega al Liceo esta ópera en una producción que ha dado que hablar no poco desde su estreno en Hamburgo -con quien el Coliseo de las Ramblas se ha asociado para la ocasión- y que lleva la firma de Peter Konwitschny, uno de los directores de escena más agresivos y rompedores de la actualidad y de más justo prestigio -es decir, uno de los tiranos de la ópera actual-, quien ha preparado un espectáculo de esos que levanta ronchas en la piel de los que admiten pocas bromas con la tradición. Escribe Konwitschny: "La atracción que siente Lohengrin por los demás, por la vida real, encarna la contradicción que, para Wagner, sufre el artista: por un lado, es consciente de su excepcionalidad y, por tanto, se sabe excluido; pero, por el otro, quiere ser amado y aceptado por la sociedad". Y explica a continuación el director -galardonado con el premio Opernwelt a la mejor puesta en escena del año- que "los personajes de la obra son seres inmaduros que, como niños, quisieran crecer y hacerse adultos, vivir el primer amor, tener poder, responsabilidades y capacidad de decidir su propio futuro. El único adulto, en cambio, después de haber asumido las responsabilidades que le corresponden, quiere volver a ser un niño".

El director escénico plantea una propuesta novedosa y distinta: la acción transcurre en el aula de un colegio y los protagonistas son efectivamente niños, que actúan como tales. Una metáfora atrevida sin duda. Para dar vida a estos infantes se cuenta con un reparto que no carece de atractivos. La pareja de buenos la componen Roland Wagenföhrer -Lohengrin en la última producción de Bayreuth y en la de Ronconi presentada en la Maestranza- y Gwynne Geyer. Eva Marton, siempre soprano de fuste, aun admitiendo su ostensible vibrato y falta de flexibilidad, será la mala Ortrud, y su marido el característico Hartmut Welker, asimismo presente en aquella cita sevillana. Hans Tschammer, bajo-barítono de sólida contextura -Orestes en la Elektra madrileña de la pasada temporada-, es Enrique el Pajarero, mientras Wolfgang Rauch y Angel ódena se reparten el Heraldo. Importante es que se hayan previsto dos funciones populares, en las que intervendrán Elisabete Matos, Michael Pabst, Eugenie Grunewald y Roy Stevens.

El foso estará ocupado por el competente artesano Peter Schneider, que será sustituido en las funciones populares -25 y 29 de marzo- por Friedrich Haider.