Jorge Fernández Guerra
Me he disfrazado de Bach muchas veces
6 diciembre, 2007 01:00Jorge Fernández Guerra. Foto: Sergio Enríquez
Su labor como director del Centro para la Difusión de la Música Contemporánea (CDMC), llevó a Jorge Fernández Guerra a dejar un poco aparcada su carrera como compositor. Sin embargo, el Ministerio le acaba de conceder el Premio Nacional de Música en la categoría de composición. Sorprendido y cercano, Fernández Guerra habla con El Cultural de sus proyectos más inmediatos, la música contemporánea y su evolución en España.
Pero esta vez no buscamos al gestor que dirige eficazmente todo esto, Jorge Fernández Guerra, sino a un compositor, de igual nombre, que acaba de recibir el Premio Nacional de Música.
-Le premia el mismo Ministerio que le tiene empleado. ¿Eso le resulta incómodo?
-No, porque no he tenido arte ni parte en la concesión del Premio. He sido "la víctima". No sé lo que habrá pensado el jurado, pero deduzco que habrán tenido en cuenta los antecedentes: Nacho Duato y Guillermo Heras, que también trabajan para el Ministerio, han sido premiados recientemente.
-¿Qué supone el Premio para usted?
-Es una gran noticia. Es de los premios más importantes que puede conseguir un compositor. Sobre todo para mí, que soy un mal candidato a premios. Nunca me presento a ninguno, pero si me lo dan sin consultar, como en este caso, digo gracias y no lo rechazo, porque no me corresponde a mí juzgarme.
-Aunque no le corresponda, júzguese. Póngase en el lugar de un erudito que esté tratando de situar al compositor Fernández Guerra.
-Me cuesta mucho. Pero lo intentaré. Mi sitio es el de la generación que nace a primeros de los 50 y empieza a trabajar en los 60 y a tener los primeros frutos de madurez en los 80. En ese periodo se produce un tránsito entre el rigor estructural de las vanguardias del siglo XX y la refrescante inflexión hacia la libertad. De ahí derivaron, en unos casos, posturas posmodernas y, en otros, un estado de tensión entre la necesidad de mantener el pulso estructural de la creación musical y la de dotarla de significado.
-¿La música estructural expresa algo?
-Sí, incluso a pesar de sí misma. Pero como se construye por procedimientos que para la mayor parte de los oyentes son novedosos y, por qué no decirlo, raros, al final, la expresividad a la que da lugar es también rara.
-Continúe juzgándose. ¿En qué se distingue su música de la de sus compañeros de generación?
-El pulso entre estructura y expresividad se puede ver en todos ellos. Le pondré dos ejemplos extremos: José Ramón Encinar, cuya música tiene un contenido estructural muy acusado, y José Luis Turina, que es más expresivo. Me siento muy cerca de ambos. Para mí son dos caras de la misma moneda.
Frenazo como compositor
-¿Y usted las reúne?
-Mi música se mueve entre esos dos polos de tensión.
-En otros de sus colegas se ve más bien una evolución: viajan desde la estructura a la expresión.
-Es verdad. Hay muchos que lo han vivido como salir de un sitio para llegar a otro; yo no. Yo estiro de los dos cabos de la cuerda a la vez.
-¿Cómo juega uno a sogatira consigo mismo?
-No lo sé. Es una necesidad personal. No renuncio a ninguno de los dos extremos porque no puedo.
-Tras su estreno de El vuelo de Volland, con la ONE, en el 2000, fue nombrado Director del Centro para la Difusión de la Música Contemporánea. ¿Eso frenó o aceleró su carrera como compositor?
-Tuve un parón de estrenos porque yo mismo me impuse unas medidas bastante drásticas para evitar un conflicto entre mis intereses y los de la administración. Pero seguí trabajando. En 2005 estrené Don Quijote, música orquestal para la película de Pabst. Poco más tarde tuve el estreno de un trío, Working Problems, para celebrar el 50 aniversario de la Fundación Juan March. Vino después un cuarteto, Bach is the Name, para el Liceo de Cámara, que se estrenó en 2006. Luego me puse a trabajar en dos obras. Una de ellas, la primera, de grupo, para el Festival de Música Española de Cádiz, que estrené hace unos días.
-Volviendo de allí fue donde se enteró de que le habían concedido el Premio, ¿no?
-Así fue. Cogí la llamada en Barajas. Y unos días más tarde estrené la segunda en la Residencia de Estudiantes: otro trío en homenaje a Scarlatti. Ha sido una racha buena, con suficiente trabajo para llenar mi tiempo, que tampoco es mucho. Estoy acabando ahora un encargo para la próxima edición de la Semana de Música Religiosa de Cuenca.
-¿Cómo se distribuyen en estas obras recientes sus célebres dos polos, construcción y expresión?
-La obra de Cádiz y la de la Residencia, separadas por cuatro días, son en realidad dos extremos. La primera es abstracta, todo lo abstracto que puedo llegar a ser yo. La otra es todo lo contrario, un trabajo sobre Scarlatti, casi una transcripción, aunque trucada y sublimada. Es como si me hubiera disfrazado de Scarlatti para componerla.
-¿También se disfrazó de Bach para el cuarteto de cuerda?
-No. Me he disfrazado de Bach muchas veces, he sido durante muchos años un bachiano radical, casi un bachista-leninista. Cuando me pidieron esta obra, para un ciclo dedicado enteramente a Bach, pensé que entraría por la puerta grande con la peluca de Bach puesta, ¡pero no fue así! Resultó que la referencia a Bach acabó siendo levísima y, la obra, muy mía.
Problemas por resolver
-Lo dice como si el cuarteto lo hubiera escrito su otro yo. ¿Es usted quien compone o un homúnculo que vive dentro de usted?
-A menudo escribo algo y tengo la impresión de que alguien lo ha hecho por mí. Sobre todo, cuando me ha gustado. No lo digo en plan parapsicológico, pero es verdad que cuando cuaja la forma musical, a veces tienes la sensación de que ya estaba allí antes de que llegaras tú.
-Su ópera Sin demonio no hay fortuna abrió muchos caminos hace 20 años. ¿Piensa volver al género?
-La ópera me apasiona porque yo he sido hombre de teatro, y además, el tipo de música que me apetece hacer conduce a la posibilidad de contar historias. Lo que ocurre es que las óperas son proyectos complicados y uno no se pone a ello si no ve posibilidad de verlas representadas. Después de mi primera ópera, supe que lo volvería a intentar porque allí aprendí a meterme dentro del problema, pero, con toda seguridad, no resolví todo lo que quería resolver.
-El asesino siempre vuelve al lugar del crimen.
-Supongo. Hay una historia que llevo madurando cierto tiempo. Es muy personal, lo que me ha llevado a la aventura de escribir yo mismo el libreto. No me imagino pidiéndole a un literato que escriba esta historia, que es tan mía.
-Pero eso ha ocurrido muchas veces en la historia de la ópera.
-Sí, pero entonces existía el oficio de libretista. Ahora, para un literato, hacer un libreto es un experimento creativo del mismo nivel que el del músico y requiere el máximo grado de libertad.
-¿Está ya componiendo?
-No. De momento, tengo un material que me motiva, pero aún tengo que resolver problemas de tipo musical. Y tengo que tener un poco más de tiempo porque las óperas son unas amantes tremendas. Pero estoy seguro de que la haré. De hecho, aunque no haya puesto aún ni una nota, tengo la sensación de haber empezado ya a hacerla.
-Se reparte usted entre componer y dirigir el CDMC. ¿Lo concilia bien?
-Como siempre. Toda mi vida he tenido que trabajar en otra cosa. Pero componer es una apuesta vocacional, no hay nada que te pare y terminas siempre encontrando la manera de adaptar tu vida a esa necesidad.
-Desde su atalaya, qué aspecto tiene la música española?
-Mejor que nunca. La España del siglo XIX y principios del XX tuvo muy mala suerte históricamente, por decirlo de manera suave, y entonces no pudimos crecer más que a trompicones. Pensemos en la Generación de la República: compositores de mucho talento, tocados por los dioses, que no fueron capaces de sobreponerse a la tragedia. Es duro hablar así, pero Schünberg, que vivió dos guerras y un exilio, siguió siendo Schünberg hasta el final. Quizá los españoles teníamos unas heridas demasiado profundas. No sé. Después vino la normalización y ahora disponemos de hasta cinco generaciones de compositores conviviendo en diálogo permanente. Estamos en un momento de oro.