David Bowie. Foto: José Luis Guerra
Murió un 10 de enero, igual que cualquier otro hombre. Pero, como había hecho con el resto de su vida desde la segunda mitad de los años 60, el artista lo convirtió en una oportunidad para un último gesto que abriera aún más algunos de los círculos mágicos y conceptuales abiertos mucho tiempo atrás; en eso que, más que una mera trayectoria de estrella del Pop al uso, es un trayecto entre esferas; las sefirot de ese cabalístico árbol de la vida que él pintara una y otra vez en ciertos momentos de zozobra y pulso acelerado y entre los sudores fríos del vacío.Siguiendo su costumbre, David Bowie procuró que los dos últimos vídeos, los de Blackstar y Lazarus, soportaran la carga de un intencionado simbolismo. No nos importa que correspondan a dos canciones en realidad acabadas con cierta antelación al (¿en previsión del?) fatal desenlace y para servir a sendas obras ajenas al lúcido y consciente disco final en el que han acabado coleccionadas. No nos cabe duda de sus intenciones. Pero, pese a nuestra atención de ansiosos testamentarios y herederos exégetas, están lejos de ser sólo un auto-epitafio o un testamento.
El penúltimo álbum de David Bowie, The Next Day de 2013, contenía una recapitulación y un intento de volver a establecer la conexión con el presente de la humanidad, de la música y de la vigencia vital propia. Una sincronización con el tiempo en curso, ese Ahora del flujo y la mutabilidad que se erige como uno de los protagonistas de su poética en todas sus facetas. Y una resurrección por tanto, pues Bowie no existió mientras no hubo tal engarce creador con el "Deberíamos estar en ello ahora" que cantara en Time.
En The Next Day, Bowie es el actor que hace un aparte al borde del escenario y finge salir del relato para aclarar algo sobre lo que ya ha ocurrido en el drama. Y el drama es la multiplicidad de senderos entre esferas de su particular cosmología. Los temas de ese "día después" (de un calvario de problemas de corazón, dicen) eran la fugacidad de la vida, la presencia del abismo, la soledad y esa muerte que camina de la mano de la finitud, los ca-ca-ca-cambios y lo efímero. La muerte que vuela junto al Muro sobre las cabezas en Heroes. Y también su patético reverso: la fama, siempre en consonancia con la lectura bipolar presente en Fame. La celebridad como vampiro, como forma de acceso a un Olimpo cuyo precio es la tristeza y la envidia de y hacia la gente corriente. Fama warholiana capaz de vencer un poco a la muerte a la vez que pacto con el diablo a quien pagar con la paranoia y la desconexión con las calles (Song for Bob Dylan). En su aparte, por tanto, el actor repasa una buena porción de los temas principales del universo bowieano.
Mientras, este reciente y humeante agujero negro llamado Blackstar es el instante final del drama, justo antes de la caída del telón. Las canciones de los dos videoclips y algunas otras del álbum publicado el día de su 69 y último cumpleaños, son, como el resto de lo que nos ha dejado Bowie, parte de una ficción. Esquirlas de un espejo, de una indirecta saga fantástica de poso conceptual ciertamente codificado en lo hermético pero que suponen uno de los tratos más respetuosos hacia la inteligencia y la imaginación del fan de cuantos pueblan la historia de la música Pop. Hablamos todo el tiempo del mismo drama que, certificada la muerte de la utopía de los años 60, se encargó de tejer con algo que estaba más allá de su consciente y racional ego. Con personajes esquivos y dobles, de identidad borrosa, simbología profunda y dadá cuajada de lecturas a pie de calle de Nietzsche, Orwell, Arthur C. Clark, Aleister Crowley o Burroughs, de experiencias con el budismo, el gnosticismo cristiano, el ocultismo, el paganismo y lo irracional, con el rock y el arte contemporáneo, con la literatura, la ciencia ficción de extraterrestres y tierras huecas y el azar de las estrategias oblicuas y los cut-up, explorando distintas Interzonas, en las que a veces cultivó la ingenuidad, la decadencia y la usura, asumiendo las contradicciones entre el arte emancipador y el Sistema.
Tales canciones postreras parecen invertir los papeles de creador y enmascarado. Sus detalles recorren, estación a estación, muchas de las esencias de las anteriores. Es como si la vida de Bowie se convirtiera en protagonista de los pensamientos de otro, en la representación de otro. Y, a la vez, como si la muerte terrenal no fuera más que un capítulo adicional de la fantasía de su propia obra. El hombre, investido artista, médium, silenció su enfermedad y cocinó un último conjuro con sus propios huesos, sangre y órganos. Así que no, estas canciones y vídeos, decimos, no pueden ser un simple testamento. O, si lo fueran, en realidad sus líneas torcidas no serían más que un eco de lo anterior. Como un fantasma atrapado entre dos planos.
Lo que nos dejan son las mismas llaves y pasajes de iniciación hacia un recorrido artístico incombustible mientras dure nuestra época y su fragor. Con los ojos vendados, el pasaje nos lo indica (pues los iniciados podemos ser cualquiera) alguien que fue un vidente y, claro, un embustero. Ah, la mirada dual y herida de David Robert Jones. Esas dos ventanas, dos puentes. Sus ojos sobreponiéndose, siempre en complicidad con nosotros, a los fulgurantes cambios de disfraz y alter ego con los que a lo largo de toda la década de los 70 construyó su propio mito. Mirada salvaje como la de aquel chico pacifista de Freecloud, un desafío y un polo magnético, seducción congelada tras un relámpago maquillado o un parche pirata. Amanda Lear no puede dejar de mirar sus ojos en el video de Sorrow mientras el mundo y la música se congela.
Ni tampoco aquel fan del concierto de Oslo en 2004 que les lanzó un caramelo, anticipando el pánico una semana antes de su primer problema cardiaco. Es imposible no verlos. Los ojos blancos y de color indeterminado bajo la máscara del hechicero y del actor que nos dice con un gesto que no estamos solos y que es igual que nosotros. Que el mundo es un vacío por crear, un sendero de giros interminables.
@abelhernandez__