Un momento de La clemenza di Tito ideada por Mortier. Foto: Javier del Real

Llega este sábado 19 al Real la última ópera escrita por Mozart: La clemenza di Tito. Y lo hace en una ya antigua producción salzburguesa de Ursel y Karl-Ernst Herrmann, en cuyo nacimiento tuvo mucho que ver el antiguo director artístico del teatro Gérard Mortier, que la llevó de un lado para otro hasta estrenarla en Madrid en 2012. Se desarrolla en un espacio escénico que representa un gran salón del XVIII, época en la se despliega una acción vertida hacia el neoclasicismo, con abundantes detalles simbólicos y estilizado formalismo, lo que queda en buena parte contradicho por el realismo dramático de los actuantes, sus gestos y reacciones, que vencen hacia un provechoso humanismo la rigidez de los planteamientos musicales y teatrales.



En todo caso, ese planteamiento permite dar curso a las cuitas, intrigas, temores y pasiones de sus atribulados personajes, figuras de la más acrisolada ópera seria, ya algo apolillada en 1791, pero que, aun en total declive, podía tener un sentido o una justificación, al ir en este caso dirigida a enaltecer la figura del soberano, a quien se identificaba con el gallardo y benefactor personaje central. Sobre estas bases Mozart aceptó el encargo de los Estados Bohemios para festejar la coronación de Leopoldo II y contó para ello con la ayuda de Caterino Mazzolà, poeta que realizó, guiado por el compositor, una labor de reestructuración de un libreto impuesto, original de Metastasio, un texto repetidamente ilustrado por otros 49 músicos, entre ellos Caldara, Leo, Hasse, Gluck o Jommelli.







Pese a lo dicho y a los artificios derivados del género, las virtudes que encierra la partitura son innumerables y están siempre en la música, a veces un punto banal o superflua, pero en ocasiones dotada de una vena poética y de una fuerza dramática indiscutible y, por supuesto, de una calidad melódica proverbial. El tinte de la ópera nos lo da la obertura, no programática, abstracta pero contundente, ceñida, bien ordenada, iniciada por una marcha y marcada desde el comienzo por una solemnidad y un patetismo que enlazan con lo que se quiere que sea la obra.



El teatro madrileño recibió por primera vez este título en 1999, en una producción gobernada por Pet Halmen. Ahora podrá seguirse en esta recreación sin cambios respecto a 2012 en una versión no exenta de interés. Lo tiene la presencia en el foso de un director afín a lo barroco y a lo clásico como es Christophe Rousset, músico sólido y elegante, de ágil, limpia y nerviosa batuta, fino e incluso refinado. Ordenado y dispuesto, aunque no muy emotivo dramáticamente. Trabaja con minuciosidad, pero no siempre acierta a comunicar la necesaria gracilidad a la música ni a empastar sonoridades, en ocasiones algo rudas.



A sus órdenes actuará un decoroso equipo vocal presidido por el Tito de Jeremy Ovenden, en exceso liviano, ya que se pide un lírico de cierto cuerpo, la Vitellia de Karina Gauvin, lírica de buena pasta, pero de afinación algo incierta y agilidades no del todo precisas, el Sesto de Monica Bacelli, mezzo de timbre penumbroso y coloreado, y la Servilia de Sylvia Schwartz, grácil y aérea soprano. Se alternan con el aún verde, pero interesante Bernard Richter, la muy digna y siempre en su sitio Yolanda Auyanet, la sólida y oscura Maite Beaumont y la juvenil Anna Palimina. Completan el reparto Sophie Harmsen y Guido Loconsolo, bajo que ya participó en las representaciones de 2012.