La cultura portuguesa ha amanecido hoy con crespón negro. El primer ministro luso, António Costa, decretó para este lunes un día de luto oficial por la muerte de Carlos do Carmo, el decano de los fadistas, el pasado 1 de enero. Nuestro país vecino afronta el segundo revés a su identidad cultural en tan solo un mes, tras la reciente muerte del filósofo Eduardo Lourenço.
Do Carmo tenía 81 años y estaba a punto de publicar un nuevo álbum, titulado E ainda... (Y además…). Murió en un hospital de Lisboa, debido a los problemas cardíacos que arrastraba desde hace años. De los escenarios se había despedido ya en 2019, en casa, con conciertos en la capital portuguesa y en Oporto.
Do Carmo realizó su primera grabación a los 11 años de edad en la Bodega de Lucília, con su propia madre, la fadista Lucília do Carmo. No obstante, Carlos transitó por otros derroteros profesionales durante la juventud. Estudió hostelería e idiomas en Suiza, pero la muerte de su padre le obligó a tomar las riendas de la casa de fados que era el negocio familiar, y eso precipitó que él mismo acabara convirtiéndose en fadista profesional.
En 1963 publicó Loucura, su primer disco como adulto, y su carrera despegó. En 1976 representó a Portugal en el Festival de Eurovisión. Su discreto duodécimo puesto no estuvo en concordancia con la importancia que había adquirido ya como artista, que seguiría creciendo en las décadas siguientes hasta convertirse en uno de los cantantes más destacados de su país.
Carlos do Carmo participó en la película Fados de Carlos Saura junto a otros grandes artistas portugueses y brasileños, como Caetano Veloso y Mariza, y ganó el Goya a la mejor canción original por Fado da saudade. Entre sus muchos reconocimientos, recibió también un Grammy Latino de honor en 2014, así como un Globo de Oro de honor, una medalla del Ministerio de Cultura portugués y un premio por toda su carrera de la Sociedad Portuguesa de Autores. Actuó en algunos de los escenarios más importantes del mundo, como el Carnegie Hall de Nueva York, el Royal Albert Hall de Londres y el Olympia de París.
Igual que la copla acabó asociada al franquismo, al fado le pasó lo mismo con la dictadura de Salazar. Do Carmo fue uno de los artífices de que el género no fuera olvidado tras la llegada de la democracia y que gustase a las nuevas generaciones. Un reto del que el fado salió victorioso, como prueba la vitalidad de la que goza hoy. "A la gente se le olvidó que el fado ya existía antes y lo asociaba sólo con el régimen", afirmó Do Carmo en una de sus entrevistas con El Cultural. "Fue necesario recuperar esta música en libertad, luchar por que dejara de ser confinada a historias desgraciadas. Los jóvenes fadistas no conocen otra cosa que no sea la libertad. Será bueno que lleven el fado por nuevos caminos, porque el fado es intemporal. Tiene su tradición, su historia, pero hay que continuar y dotarlo de nuevas ideas, hablar de lo que pasa en nuestros días". Un testigo que recogió una nueva generación de artistas que hoy mantiene viva la llama del fado en todo el mundo.