El Teatro Real cierra su temporada con el primer gran aldabonazo verdiano, ese Nabucco ardoroso y vibrante, en el que se ventilan los asuntos familiares y políticos con una contagiosa vena romántica y en cuyo discurrir hay sitio para arias, cabaletas, coros variados (no solo el célebre Va pensiero), dúos y concertantes de gran acabado. Verdi era todavía bastante inexperto y aunque en la escritura hay indudables originalidades, estamos ante una creación que sigue, después de todo, una tradición: la que se refiere al género, a la acción trágico-sagrada, y la propia de los formalismos y formulismos de la época.
Años de galera
Verdi creó una obra coral, compacta, en la que se advierte de continuo la presencia divina. Una partitura en muchos aspectos heredera del Mosè in Egitto de Rossini (1818) y de otras incluidas en una ilustre veta. Es imposible desconocer la unidad dramático musical de la composición, más allá de que en ella coexistan pasajes de muy distinto valor artístico. Sin llegar a la concepción más unitaria y a la cohesión estilística de Macbeth, compuesta un lustro más tarde, Nabucco es una de las óperas más coherentes del autor en estos juveniles años de galera.
Verdi era todavía bastante inexperto y aunque hay originalidades está sujeto a los formulismos de la época
Su grandeza, bien que sea episódica, puede resumirse en el famoso concertato del segundo acto, en el que sobreviene el desafío del rey asirio a Dios. El compositor construyó aquí un número magistral, que en las representaciones del Real, del 5 al 22 de julio, será dirigido por el siempre eficiente Nicola Luisotti, que dejará la batuta los días 13, 16 y 20 en las manos del ya curtido y ardoroso Sergio Alapont.
Se alternan voces importantes de nuestros días para servir las grandes exigencias planteadas por el joven Verdi. Nada menos que cuatro barítonos se disputan el papel estelar: Luca Salsi, de un poderoso lirismo; George Gagnidze, de más amplio caudal; Gabriele Viviani, de nervadura relativa; y el español Luis Cansino, vigoroso, de vibrato acusadamente dramático. La exigente parte de Abigaille, que precisa de una drammatica d’agilità, tendrá tres representantes: Anna Pirozzi, que se aproxima por vocalidad al ideal; Saioa Hernández, de luminoso timbre, bien equilibrado en armónicos; y Oksana Dyka, de brillante metal, muy eslavo, emisión algo oscilante y relativa expresividad. Michael Fabiano, aplicado y caluroso, y Eduardo Aladrén, de talante más spinto, serán Ismaele.
Escena minimalista
El papel de Zaccaria, ideal para un bajo, será expuesto por el siempre cumplidor Roberto Tagliavini junto al más pastoso y corpóreo Dmitry Belosselskiy y al más tremolante Alexander Vinogradov. Destaca como Fenena la buena mezzo que es Silvia Tro Santafé. A resaltar la presencia, en dos partes mínimas, muy inferiores a sus méritos, del tenor Fabián Lara (Abdallo) y de la soprano Maribel Ortega (Anna). La puesta en escena, que proviene de Zúrich, viene firmada por Andreas Homoki, quien siguiendo una costumbre ya muy manida, sitúa la acción en la época de Verdi. Algo poco original apoyado en una escena minimalista de Wolfgang Gussmann.