Rusia, comienzos del siglo XX: en algunos puntos, como San Petersburgo, se desarrolla una tímida industrialización. Las condiciones laborales son "horripilantes", con un lumpemproletariado y una pléyade de desempleados cuya existencia es mucho peor de "lo descrito por Dickens, Hugo o Zola". Los obreros constituyen "material fungible" para unos patronos que se aprovechan de masas de campesinos famélicos dispuestos a todo para subsistir. La vida cotidiana es hambre, violencia, alcoholismo, prostitución infantil, enfermedades venéreas, cuando no una epidemia de cólera. En ese infierno, las nociones de libertades y derechos son quimeras. "La única catástrofe que podía empeorar más la vida de los pobres era un gran conflicto europeo".
Solo ese punto de partida permite entender el posterior desencadenamiento de una barbarie inmisericorde que barrerá toda noción de respeto a la dignidad y la vida humana. Las condiciones antedichas empeoraron porque, en efecto, sucedió la catástrofe, la Gran Guerra de 1914. El escenario devino apocalíptico para millones de soldados, en especial los rusos, convertidos literalmente en carne de cañón.
La incompetencia del ejército zarista agravó hasta límites esperpénticos la situación de los diversos frentes bélicos, en un ambiente de derrotismo y ferocidad que espoleó en la tropa el ya manifiesto resentimiento de clase. "La deriva hacia la revolución era evidente". En ese marco caótico, sumida la población civil en una prolongada hambruna, faltaba solo una pequeña chispa, que saltó en febrero de 1917.
[Antony Beevor: "La amenaza de la III Guerra Mundial es muy real"]
El proceso revolucionario de ese año ha sido contado innumerables veces y de las más variadas maneras, entre la épica y el repudio. Antony Beevor (Kensington, 1946) opta por hacerlo con tono contenido, ateniéndose a los hechos, limitando las calificaciones y dando la palabra a los protagonistas o testigos de los acontecimientos, para que sean estos los que esbocen el cuadro a partir de sus propias vivencias.
Esta tónica se mantiene en las cerca de 600 páginas –descontando notas, bibliografía e índice– que abarca un recorrido que sigue un estricto orden cronológico, empezando por un brevísimo capítulo de antecedentes ("el suicidio de Europa"), para entrar en los sucesos revolucionarios del 17 (Parte Primera) y distribuir los casi cuarenta capítulos restantes en tres bloques homogéneos que resumen los hechos de 1918, 1919 y 1920, respectivamente.
El foco de atención se pone en las vicisitudes políticas, con la deriva revolucionaria en primer término y la permanente presencia de una guerra poliédrica, que es al tiempo confusa guerra civil y compleja guerra internacional. La consistencia del conjunto se consigue ignorando otras consideraciones de índole económica, social o cultural. Lo que importa aquí es solo la lucha política, que desemboca en lucha a muerte, siendo indisociables una de otra.
Estamos, pues, ante un Beevor en estado puro. A los múltiples lectores del autor británico no les hace falta más para identificar el tipo de obra que nos ocupa. Beevor, especialista en historia militar, es ya una institución en este ámbito, hasta el punto de que los aficionados disponen de una nutrida "Biblioteca Beevor", integrada por títulos que han sido ampliamente reconocidos por la crítica y el público, con obras tan significativas como Stalingrado (2000), Berlín, 1945. La caída (2002), La guerra civil española (2005), o Ardenas, 1944 (2015). Pese a la evidente diversidad de escenarios, hay un sustrato común en sus libros, caracterizados por la mezcla de rigor documental y habilidad expositiva, que los hace aptos para una gran variedad de públicos.
A Beevor no le arredra penetrar en temas trillados porque los aborda analizando su dimensión humana
Al historiador no le arredra penetrar en temas trillados porque los aborda con una mirada prístina e introduce nuevos matices. Desde la óptica del especialista es inevitable, no obstante, que se plantee qué aporta Beevor en unos asuntos, como la revolución rusa y los cataclismos bélicos subsiguientes, que cuentan con una bibliografía impresionante. Desde los acreditados estudios de Edward Hallet Carr a los más recientes, pero ya también clásicos, de Orlando Figes, el lector en español dispone de una amplísima panoplia de títulos, que abordan uno de los episodios decisivos del siglo XX desde todos los prismas ideológicos y todas las perspectivas posibles.
La respuesta a tal cuestión no es muy distinta a la que puede extraer el lector de otras obras del autor británico. Lo que gravita en todas ellas –y en esta en especial– es la dimensión humana: el ser humano que asesina o sufre iniquidades, la madre que ve morir a sus hijos de inanición, el dirigente fanático, los campesinos torturados, los hogares incendiados o las familias inocentes que sufren pillajes y violaciones.
Por otro lado, es significativo que Beevor suprima en el título (también en el original inglés) toda referencia a la revolución bolchevique y, en cambio, acentúe el protagonismo de la nación, Rusia, que es el sujeto que permanece siempre por debajo de las transformaciones, por muy llamativas que estas sean. Es la perspectiva que posibilita escribir la historia a un siglo de los acontecimientos.
Beevor halla un amplio espacio para desarrollar la aludida óptica humanística o conmiserativa, pues el mundo del que se ocupa es pródigo en atrocidades de toda índole, algunas casi inimaginables. La crueldad alcanza niveles cualitativos y cuantitativos (millones de víctimas) difíciles de asimilar desde la pura comprensión racional. Las condiciones de vida del campesino, del obrero o del soldado en Rusia eran infamantes y eso explica el odio profundo que constituye el motor de la revolución.
Pero la comprensible sed de justicia desemboca pronto en ajusticiamientos expeditivos y luego, en una degeneración imparable, en asesinatos masivos de una crueldad inaudita que solo el curso posterior del siglo convertiría en repetidos genocidios. Los nazis, dice Beevor, aprendieron mucho de los métodos bolcheviques.
En este ambiente de barbarie generalizada, la simpatía que podía despertar la causa revolucionaria se trueca pronto en asombro y decepción, por cuanto las huestes de Lenin y Trotski rivalizaron con sus enemigos de clase en salvajismo y aun llegaron a superarles, con una sistematización tan efectiva como inclemente: "en lo que atañe a la inhumanidad implacable, nadie superó a los bolcheviques". Tal sería a la postre el rasgo más determinante del nuevo régimen, que sustituiría al zarismo manteniendo lo peor del mismo, la opresión y el terror, pero de modo más planificado y persistente. Beevor cuenta todo esto con la solvencia que le caracteriza y eso garantiza una lectura apasionante.